01 junio 2006

Diálogos de taberna

Ayer tarde, más noche que tarde, al salir del “Viver d’associacions”, fui a tomar una cerveza a un bar anexo al Ajuntament de Barcelona. Dicho lugar se encuentra en una calle perpendicular al carrer Jaume I, en una subida oscura, sórdida, pero bella. No me acuerdo del nombre del lugar, aunque por el aspecto que presentaba bien podría llamarse Taberna Paco, o Bar Los amigos, pues no era más que eso, una tasca. Con sus más y sus menos, sus colillas por el suelo y sus paredes grasientas.

La barra quedaba a la izquierda y, delante de ella, 5 taburetes. Detrás, el rey de la casa. El hombre que hace más horas que el reloj Shweppes que cuelga detrás suyo. El hombre con camisa a cuadros, barba grisácea de tres días y pantalones manchados de aceite. Encima de él colgaba un televisor encendido que escupía imágenes en blanco y negro procedentes de una vieja película americana. El sonido era apenas imperceptible, y la conversación que mantenían los dos hombres-taburete no ayudaba a seguir el guión. En la mesa de al lado, una pareja conversaba mientras sus dedos se entrecruzan apoyados encima de la curtida madera. Dos cervezas medio vacías y un paqueta de tabaco rubio hacían de testigos.

Con el paso de los minutos me di cuenta que la voz que provenía de la persona que me hablaba se iba apagando a la vez que mis sentidos se esforzaban en captar cada olor de aquel local. Mis oídos cazaban las palabras de los clientes fijos mientras mis ojos escudriñaban, con disimulo, cada palmo del bar. Copas de coñac rancio cubiertas de polvo, sillas que fueron modernas en la época que a pocos metros de allí un Tarradellas gritaba que ya había llegado, y frías tortillas mutiladas que esperaban ser servidas en la jornada de mañana.

Este bar tiene nombre, dirección y pasado. En él se habrán vivido momentos históricos. Alguna celebración regada con champán del malo, algún partido de segunda seguido por los incondicionales y hasta algún atraco con navaja o jeringuilla, seguro, dada su situación geográfica.

Pero ese mismo dueño de palillo perenne en boca. Esa tortilla fría compañera inseparable de las aceitunas jaenesas. Esos dos incondicionales, fracasados con condena y condenados a fracasar, que ocupan “sus”taburetes mientras perdían las horas delante de un vaso de vino (de uno tras otro mejor dicho) conversando de banalidades y poblando sus frases de tópicos y frases machistas. Ese reloj de propaganda, cuya segundera le costaba pasar del 30. O esa decoración imposible, podrían ser parte de los millares de bares que pueblan España.

Y sólo en aquel momento, cuando apuraba las últimas gotas de cerveza de un vaso más sucio que limpio, agradecí que estos lugares, tan denostados por la mayoría, existieran. Sí, me gustan. No podrán competir contra sus fashions vecinos locales. Esos que están decorados con cuadros de pop art y camareras erasmus holandesas (toma pleonasmo!), iluminados por tenues luces rojas. Pero ni falta que hace.

Me quedo con la tasca. Con su mugre, su rudo servicio, su fría tortilla. Y sobretodo, con sus diálogos de taberna.

1 comentario:

Oscar V dijo...

Molt ben redactat, Daniel. Encara que no sigui un expert sintaxista com ho ets tu, t'he de dir que trobo molt acurat l'escrit.
Novament tens tota la raó. En aquesta vida, depenent del dia, ens venen de gust coses diferents. Un dia et sentes esplèndid i te'n vas a l'Oven o al Vinilo a "alternativejar". En canvi, hi ha altres jornades, on t'invadeix un sentiment rústic, potser caspós, que et demana anar a aquests bars de nom "Casa Paco" o "Los Porrillos". Jo també dono les gràcies perquè existeixin, i intento no ressistir-me al seu peculiar encant d'aromes d'oli fregit...