25 marzo 2012

De relax playero en el norte de Perú

Una de las cosas buenas de este viaje (y mira que tiene) es que no me da pereza estar horas y horas en un autobús, ya que todos los trayectos son largos. Cuando vuelva a casa, ir de Barcelona a Ponferrada me parecerá un suspiro. Pues bien, estando en Cuzco y habiendo subido al Machu Picchu decidí ir al norte del Perú (hay que tener que tiene más del doble de superficie que España), donde estaban ya en la playa Joan y Esther. Así que me dirigí a la estación de autobuses de Cuzco y regateé un pasaje para Lima, por donde tenía que pasar por huevos. En la mejor compañía del país, Cruz del Sur, me lo ofrecían por unos 150 soles (unos 42 euros), pero acabé pagando 75 para viajar en Flores (que no entre flores, precisamente). El viaje fue un pelín tortuoso, ya que las lluvias torrenciales que habían azotado el país dejaron todo el camino lleno de derrumbes. Las carreteras aquí, aunque unan dos grandes ciudades, se reducen a caminos de tierra de apenas 3 metros de ancho que se convierten en barro cuando llueve. Por suerte, el viaje fue de noche, lo que me ahorró algún que otro infarto.

Una vez en la capital me cambié de terminal y compré otro billete para ir al norte, a Máncora, el Lloret del Perú, donde estaban alojados Joan y Esther. Y otra noche más en bus. Llegué para desayunar con ellos y tumbarme en la playa. Evidentemente, Máncora no me gustó un pelo. Ciudad ruidosa, hecha para guiris y donde sólo hay fiesta y maleantes nocturnos. Sólo rescataría una bonita puesta de sol y un pisco sour de la más bueno que tomamos en una terraza. Así que al día siguiente seguimos hacia el norte y paramos en un pueblo más pequeños y feo aún que se llama Zorritos. La decisión vino motivada porque me habían comentado que a un par de kilómetros del pueblo había un bonito camping de cabañas regentado por un catalán estrambótico. Y estaban en lo cierto. El sitio (Casa Grillo), aunque algo descuidado, resultó ser muy bonito y tranquilo, y el personaje en cuestión, de nombre León, era un señor de Sabadell que llevaba más de 30 años viviendo en Perú.

En Zorritos nos dedicamos a la vida contemplativa; es decir, a leer; jugar con las olas; pasear; dormir; y comer. Para cenar nos acercábamos en mototaxi al pueblo y nos hicimos habituales de una señora muy amable que ponía una parada de hamburguesas a buen precio en medio de la calle. Antes de dejar el pueblo nos dio tiempo de ir a unos baños naturales donde nos embadurnamos de barro, y también pudimos acompañar a León a mirar unas fincas al interior, en una excursión accidentada donde él casi se queda sin coche y nosotros sin dientes. Pasados los días de relax emprendimos un viaje hacia Cuenca, la primera parada de Ecuador. Pero de eso ya hablaré otro día.

Lo mejor de Zorritos:

La playa en las afueras del pueblo y las puestas de sol
Las pozas de barro natural y agua caliente
El paisaje selvático del interior

Lo peor de Zorritos:
El pueblo es feo hasta decir basta, sucio y desorganizado
Cada vez que subes a un mototaxi tienes que regatear y mostrar que conoces los precios

Precios de Zorritos: 1€=3,5 Soles

Combi de Máncora a Zorritos: 5 Soles
Una noche en el cámping Casa Grillo: 10 Soles
Hamburguesa casera en Zorritos: 2 Soles
Mototaxi al centro: 3 Soles
Tapa de ceviche: 3 Soles

21 marzo 2012

El plato fuerte de Perú: Cuzco y Machu Picchu

Tardaron en traer el plato, pero finalmente llegó. Lamento no haber escrito nada en muchos días.

Tras acabar la reponedora estancia en Isla del Sol se me planteó un dilema: volver a La Paz y esperar al domingo para presenciar un show de cholitas (que me apetecía mucho) o tomar un bus directo (que pararía en Puno) que me llevaría Cuzco. Finalmente, las ganas de entrar en Perú, de probar la gastronomía del país de Vargas Llosa y de ver el mayor legado Inca, el Machu Picchu, descompensó la balanza para seguir con la ruta hacia el norte.

En Copacabana compré un billete de bus a Cuzco. Antes de llegar, sin embargo, tuve que cruzar la frontera en medio del Titicaca entre cerdos y gallinas y cambiarme de bus, de uno viejo a uno polvoriento. Llegué a la antigua capital inca del reinado Tahuantinsuyo el sábado por la noche, y un taxi me escupió pasada la medianoche en medio de su espectacular plaza de Armas iluminada, cuando turistas y locales llevaban horas de botellón en las callejuelas aledañas. Me abrí paso como pude y acabé encontrando un hospedaje muy barato a solo media calle de la plaza. No había huéspedes (es una suerte viajar en temporada baja), sólo un vigilante de manual, con gafas caídas, barba de seis días y amante de los crucigramas. Me instalé en una sórdida habitación las paredes de la cual estaban adornadas por manchas de moho y calendarios viejos, y en poco tiempo me quedé dormido. A la mañana siguiente salí a buscar un sitio mejor que tuviera internet, y lo encontré. Se llamaba Andrea, y sus dueños fueron muy amables conmigo.

Cuzco me encantó. Me recordó bastante a las históricas ciudades españoles por las que paseas horas y horas deleitándote con las casas señoriales de balcones de madera tallada. Pero la gracia de Cuzco no son sólo estas casas coloniales (algo bueno dejaron los conquistadores), si no la mezcla de épocas y estilos. En una misma calle se pueden ver casas y muros construidos por culturas preincaicas, otras hechas por los propios incas y unas terceras levantadas por los españoles. En algunos casos los tres estilos se dan en un mismo edificio. La cuarta etapa, la actual, es pura bazofia. Me ha quedado claro que las construcciones que se hacen hoy día en Sudamérica (principalmente Bolivia, Paraguay y Perú) son de denuncia: ladrillos, más ladrillos y colores chillones sin ton ni son.

Pero volvamos a Cuzco. A pesar de mi aspecto cada vez más viejuno pude hacerme pasar por estudiante y comprar por apenas ocho euros un abono que me permitía entrar a cuatro lugares histórico-religiosos de la ciudad: la catedral; la iglesia de San Blas; la iglesia de la Compañía de Jesús y el Arzobispado. No sólo me sorprendieron sus interiores y trabajadas fachadas, también que en cada lugar el visitante pueda hacer uso de audio guías de manera gratuita. Las voces, sin embargo, no eran del todo neutrales, y en demasiadas ocasiones se oía hablar al obispo de la ciudad –con un claro acento español de España- del legado artístico común que dejaron de manera “pacífica” las culturas incas y la española. Vaya, presentaban a Pizarro y compañía como unos adalides del diálogo y respeto de los pueblos indígenas.

También visité barriadas no tan bonitas como el centro pero mucho más auténticas, donde era difícil encontrarse con turistas de sandalias y calcetines blancos. Disfruté desayunando y paseando por el mercado de San Pedro, donde me zurcieron unos pantalones por unos 40 céntimos de euro, y observando la ciudad desde las colinas que la circundan.

Conociendo la Montaña Vieja y la Montaña Nueva

El asalto al Machu Picchu (Montaña Vieja) lo hice de la forma más barata (y larga) posible. Tomé un autobús de línea a las ocho de la mañana que me dejó en Santa María. El viaje fue tan espectacular como arriesgado, y creo que ha sido uno de los momentos en los que he pasado más miedo de todo el viaje. El trayecto apenas duró cuatro horas, pero fueron suficientes para que refrescara de memoria todos los ave marías que aprendí inconscientemente de niño. El conductor, un suicida de carnet, manejaba el autobús a velocidades de infarto por carreteras estrechas que perfilaban impresionantes precipicios sin quitamiedos. Por si eso fuera poco, gran parte del viaje nos vimos envueltos de una espesa niebla, lo que propició que cada pocos minutos el bus diera un frenazo para evitar colisionar de frente contra otros autobuses o camiones. Y para acabar de hacer el viaje imborrable, tres charlatanes vendedores de humo nos dieron la lata durante horas. Uno se hacía el gracioso y vendía caramelos; otro estuvo más de una hora promocionando unas pastillas que curaban la calvicie; el colesterol; el estrés; la tensión y hasta el cáncer (todo la misma píldora); y el tercero vendía un yingseng milagroso que contrarrestaba las partículas “cancerígenas” que ingerimos cuando bebemos Coca-Cola o comemos carne (sic). Al principio estos vendedores hacen hasta gracia, pero a estas alturas molestan más que otra cosa.

Contra todo pronóstico llegamos a Santa María, y allí tocaba agarrar un taxi que me llevara al siguiente pueblo, Santa Teresa. Me junté con un colombiano tocayo y esperamos a otros turistas para llenar un vehículo. Antes de salir me encontré con la simpática pareja de franceses que conocí en el salar de Uyuni, y nos pusimos al día de nuestros viajes. Por fin llenamos el coche: dos delante, cuatro atrás y una pobre mujer local en el maletero. Y otra vez a pasar miedo. ¿Cómo? Pues con una conducción agresiva por carreteras más estrechas aún al lado de precipicios. Por fortuna, este trayecto lo cubrimos en apenas una hora. El último tramo, para el cuál también necesitamos de la colaboración del gremio de taxistas mafiosos de la zona, fue hasta la central hidroeléctrica, y demoró apenas media hora. Una vez allí se acababa la carretera, así que una pareja de chilenos, el colombiano y servidor nos pusimos a andar por las vías del tren hasta llegar a Aguas Calientes, el pueblo más cercano al Machu Picchu. El paseo, de un par de horas, es precioso, ya que la vegetación es totalmente selvática y vas vadeando un río muy crecido en esta época del año. Y diez horas más tarde de salir de Cuzco llegamos a Aguas Calientes, donde pudimos encontrar un hostal barato y con wifi! Todo un lujo viniendo de Bolivia. Cenamos barato y a las nueve de la noche ya contábamos ovejas.

Tanto Daniel (el colombiano) como yo teníamos entrada para el Machu Picchu y el Huyna Picchu (Montaña Nueva), así que decidimos llegar al parque cuando lo abrían. Hay un servicio de buses lanzadera que cuestan la friolera de nueve dólares, así que decidimos subir andando. Nos pegamos una buena paliza nocturna, pero a las 5:40 horas éramos los primeros en llegar a las puertas de la ciudadela. Estuvimos paseando encantados hasta las siete, que es cuando pudimos subir junto a otros doscientos afortunados al Huyana Picchu. Tengo comprobado que los Incas eran unos cracks haciendo paredes, pero los escalones no eran su asignatura fuerte. A pesar de la dureza de la subida, es muy bonito ganar altura por caminos que se crearon hace seis siglos mientras se observan las impresionantes montañas cubiertas de niebla. Estuvimos en la cima unas tres horas, esperando básicamente a que el día se esclareciera y pudiéramos ver la majestuosidad del Machu Picchu a nuestros pies, y eso sólo ocurrió casi al mediodía y durante pocos minutos. Hicimos las fotos de rigor y volvimos a la ciudadela, donde tras regatear un poquito conseguimos que una mujer nos hiciera una visita guiada de un par de horas por seis euros cada uno. Aunque nuestra guía era muy simpática, no sabía mucho más del recinto que una persona que se haya memorizado la página de wikipedia, pero disfrutamos como auténticos arqueólogos cada rincón de la ciudad que antaño fue poblada por la élite Inca. Para comer nos desplazamos unos doscientos metros de la entrada del parque y almorzamos a precio normal en el restaurante de los trabajadores, mientras a los turistas les cobraban cuatro euros por una Coca-Cola pequeña (aquí eso es una barbaridad).

Y tras 12 horas en el parque, cuando ya no se veía un alma entre las terrazas de césped e iban a cerrar las puertas, emprendimos el camino de vuelta a Aguas Calientes. Pero había que añadir un poco de dramatismo a la situación, de lo que se encargó la Madre Naturaleza regalándonos una tormenta de aúpa. El resultado fue que llegamos empapados al hostal y mi I-Pod sufrió un coma que le duró varios días. Tras una reparadora ducha y una cena de menú nos volvimos a acostar en horario infantil, puesto que a la mañana siguiente tomábamos el tren que nos devolvería a Cuzco y que salía a las cinco de la mañana. Y la siguiente etapa se podría resumir en dos conceptos: un autobús y muchas horas. Y es que me pasé casi dos días viajando para llegar al norte del país, donde fui a disfrutar de solitarias playas con mi pareja de abuelos favoritos: Joan i Esther.

05 marzo 2012

Relax a orillas del Titicaca, cuna de los primeros Incas

Se supone que los primeros Incas, Manco Kapac y Mama Ocllo, nacieron en la pequeña y bonita isla del Sol, muy cerca de la población Copacabana, en el lago Titicaca (Roca de Puma). Bueno, de hecho llegaron volando, tal y como atestiguan algunas postales 100% Photoshop que venden en comercios del lugares. Por ese motivo, y por tratarse de una isla a casi cuatro mil metros de altura en el lago más grande de América, la visita a la Isla del Sol se hacía inexcusable.

Antes de poder pisar este histórico y místico lugar tuve que llegar a Copacabana procedente de La Paz en un trayecto de bus de unas cuatro horas. Como sólo salen dos lanchas al día dirección a la Isla del Sol (a las 8 y a las 13h) hice noche en Copacabana, un pueblo al que miles de peruanos se dirigen en procesión en Semana Santa. Aunque no es muy grande, su imponente catedral, en la que guardan una virgen negra como la de Montserrat, impresiona. Es curioso porque a esta virgen nunca la sacan de la catedral por miedo a que el lago se desborde, y viendo lo imponente que es el Titicaca no seré yo el listo que la saque de romería. A parte de este curioso templo, también merece la pena subir al cerro del Calvario, desde donde se puede disfrutar de una preciosa puesta de sol en la que el astro rey envuelto de nubes se esconde poco a poco en las tranquilas aguas del Titicaca. Copacabana también es un buen lugar para dar salida a nuestra parte más consumista: está llena de tiendecitas de artesanía en las que se pueden comprar gorros, guantes o jerséis de lana típicos de la región. Y viendo el frío que hace por la noche, no pude evitar equiparme hasta las orejas.

Camino a la Isla del Sol
El ruido de la lluvia, que no cejó en toda la noche, me despertó muy temprano, antes incluso que sonara la alarma del móvil. Así que me puse en pie y me dirigí al muelle, donde algunos hombres ultimaban los preparativos para zarpar hacia la Isla del Sol. Durante toda la travesía pasamos frío y el cielo continuaba gris, pero charlar con una pareja de argentinos muy majos hizo que las dos horas de duración se me pasaron volando. Al llegar a la isla me alejé del pueblo con la intención de encontrar un alojamiento apartado y situado en alguna playa solitaria. Al no encontrarlo retrocedí sobre mis pasos, y cuando entraba de nuevo en el pueblo de Challapampa vi a Joan i Esther en la terraza de su hostal. Me hizo mucha ilusión encontrarlos de nuevo ya que pensaba que ya se habrían ido esa misma mañana. Nos habíamos separado en Vallegrande hacía un par de semanas y no tenía muchas esperanzas en cruzármelos de nuevo. Tras los abrazos y contarnos qué tal nuestros respectivos carnavales (ellos en Oruro y yo en Río) les convencí para que se quedaran un día más. Así que aprovechando que un sol de justicia brillaba ahora en el inmaculado cielo azul salimos de excursión hacia el norte de la isla. Vimos algunas ruinas incas bastante abandonadas y nos bañamos en cueros en las gélidas y transparentes aguas del Titicaca. Antes de volver a la posada subimos a un mirador para ver el precioso atardecer. Al llegar al pueblo fuimos a cenar trucha, el pescado más consumido en todo el lago, y nos acostamos temprano. Ellos en su cama, y yo en la mía.

A la mañana siguiente, gris y lluviosa como la anterior, les acompañé al muelle, desde donde partieron rumbo a Copacabana primero y Arequipa después. Mentiría si dijera que volví con lágrimas en los ojos hacia la habitación, pero poco me faltó. Me dio mucha lástima despedirme de nuevo de ellos ya que sé que no los veré más en América. No obstante, ya hemos apalabrado cenas, excursiones y cubatas para nuestras respectivas vueltas a casa. Molta sort parella!

Así que el segundo día lo pasé solo. Como llovía mucho volví a la cama, que encontré aún caliente, y allí holgazaneé hasta las dos de la tarde, cuando dejó de llover. Me vestí y me puse a andar hacia el sur de la isla. Di la vuelta a toda la Isla del Sol y volví a ver la puesta de sol desde otro cerro. Cené unas empanadas callejeras y me acosté temprano. Al día siguiente, vuelta a Copacabana, y de allí a Cuzco (Perú).

Pasar tres días en la Isla del Sol ha sido realmente fantástico, como unas vacaciones dentro de mis ya largas vacaciones. Aunque he estado la mayoría del tiempo solo, he disfrutado mucho del paisaje, del Titicaca, de las puestas de sol y de la bucólica vida que aún existe aquí. No me gusta que haya ‘peajes’ en los caminos que obligan a los turistas a pagar para pasar, pero merece la pena recorrer los múltiples caminos que tiene la isla y cruzarte con viejecitos que llevan rebaños de cerdos u ovejas. Me da la sensación que poco ha cambiado en esta isla desde que nació el primer líder Inca, hace más de siete siglos. Las mulas, las llamas, las ovejas y los cerditos parecen ser los mismos, y los caminos de piedra están exactamente igual. La única diferencia es que algún turista vestido de goretex pasea por donde antaño sólo anduvieron incas y pastores.


Lo mejor de la Isla del Sol
La tranquilidad que se respira y las vistas
Los numerosos caminos que el paseante puede tomar para llegar a cerros o cruzar pequeñas aldeas
Los atardeceres desde el oeste de la Isla
Comer o cenar trucha cocinada de diferentes modalidades


Lo peor de la isla del Sol
Todo es un poco más caro y los negocios se aprovechan, en general, de los turistas que llegan
Tener que pagar peajes en varios lugares para pasear por la isla
Cuando no hay sol hace mucho frío
La gran altura a la que está la isla dificulta la subida a pie a las montañas. Te falta oxigeno

Precios de la isla del Sol (1€=10 BOB aprox)
Habitación compartida en Hostal Cultural: 20 BOB
Cena a base de sopa de quinua y trucha: 25 BOB
Agua de dos litros: 8 BOB
Café con leche: 4 BOB
Viaje desde Copacabana: 20 BOB. Viaje de vuelta a Copacabana: 25 BOB


PD. Al hacer click en las fotografías se hacen más grandes

La Paz: una capital a la altura

Tras volver a Bolivia procedente de Río de Janeiro, Santa Cruz de la Sierra me pareció aún más fea que cuando la dejé. Aterricé de noche, así que no tuve más remedio que quedarme a dormir en otro céntrico antro, pero al día siguiente puse rumbo a la capital del país: La Paz. Después de regatear un poco en la estación, pagué apenas 13 euros para viajar durante 16 horas en un nuevo y cómodo (esta vez sin sarcasmo) autobús, como los que usé en Argentina. Ya tengo comprobado que aquí conviene llegar a la estación pocos minutos antes de que salga el bus que te interesa y ponerte a regatear entre los vendedores de las diferentes compañías que entre gritos de oferta acechan a todo el que pasa. De hecho, ellos mismos se regatean el precio antes de que tú puedas abrir la boca.

Me desperté justo cuando embocábamos la bajada que lleva desde el Alto (a unos 4.000 metros de altura) hasta La Paz (a unos 3.800 metros), y la panorámica quitaba el hipo. La Paz no es una ciudad, sino miles de casas de ladrillo marrón que se suceden y encaraman por las laderas que la abriga. Apenas se vislumbra un metro cuadrado libre de edificación, y a pesar del caos urbanístico que existe a uno le llega la sensación de un cierto orden. Definitivamente me gusta La Paz, una ciudad que desde las alturas parece una preciosa maqueta.

Me instalé en el centro, en un hostal barato de la calle Murillo, muy cerca de la bonita iglesia de San Francisco. Unos franceses y yo éramos los únicos huéspedes con los ojos abiertos, ya que la totalidad de los mochileros que fueron a dar con sus huesos allí eran risueños y educados japoneses. Compartí habitación con dos sur-coreanas a las que les parecía gracioso todo lo que yo decía, aunque me limitara a dar las buenas noches. La nota negativa del lugar fue el colchón, un amasijo de tela con bultos que me abrazaba como si fuera un perrito caliente gigante cuando me estiraba en él. Por menos de tres euros tampoco puedes exigir un Lo Mónaco, pensé.

Una cosa que me gusta de la mayoría de ciudades de Bolivia es que los gremios continúan agrupándose por barrios y calles, como antaño pasaba en Europa. En los aledaños del hostal había decenas de peluquerías que trabajaban con horarios intempestivos, y me pareció una buena idea pagar un euro para cortar mi lacia melena, que ya me empezaba a dar calor.

Durante mi estancia en La Paz paseé por el mercado de las Brujas, donde puedes comprar ungüentos variopintos y objetos indescriptibles que te pueden ayudar a ligarte una mujer o que te crezca el pelo, por ejemplo. También deambulé sin rumbo por el ordenado barrio de Socopachi, donde me cité con dos fantásticos periodistas a los que entrevisté para mi otro blog. Y aprovechando los bajos precios de Bolivia, fui al cine un par de veces. En ambas ocasiones me comporté como un auténtico rico, comprando las palomitas y la Coca-Cola más grandes sin mirar los precios. Cuando vuelva a Barcelona apenas me quedará el dinero justo para ir a la recién inaugurada filmoteca.

A unos 70 kilómetros de La Paz se encuentra el pueblo de Tihuanaco, donde se hayan los restos de una poderosa y duradera civilización que dominó la región desde 1.500 a. C. hasta 1.200 d. C. Antes de llegar a América se mezclaban en mi cabeza Mayas con Aztecas e Incas, y pensaba que los Mapuches eran unos ositos de peluche; así que de los tihuanacos ni había oído hablar. Ahora, por suerte, ya sé un poquito más quienes fueron estas civilizaciones. Aunque los restos arqueológicos de Tihuanaco no están muy bien conservados y sólo se han descubierto un 10%, me impresionó mucho conocer esta avanzada cultura, experta en astronomía. Siempre alabamos a los Incas, por su control de la construcción y sus conocimientos de la astronomía, pero hay que tener en cuenta que la civilización de Tiwanaku existió quince siglos antes!

Y antes de irme de La Paz fui al Jacha Kolli, uno de los muchos miradores que tiene la ciudad. Desde allí contemplé con calma la capital más alta del mundo mientras anochecía y las miles de modestas casitas que tenía a mis pies se convertían poco a poco en luciérnagas. Me voy de La Paz con esta imagen en la retina y con un buen balance de la visita.

Lo mejor de La Paz
Contemplar la ciudad desde un mirador
La iglesia de San Francisco
El mercado de las brujas
Pasear por Socopachi y ver a hombres de negocios y mujeres con pollera en la misma acera
Los restos arqueológicos de Tiwanaku
Se puede hacer excursiones (que no hice) a la carretera de la Muerte (Coroico) y subir algún 6.000.
Los bajos precios de los alojamientos, el transporte público y las comidas callejeras

Lo peor de La Paz
La altura (casi 4.000 metros) te impide andar con normalidad en las subidas
Existe un cierto caos circulatorio que puede poner nervioso a más de uno
Hay muchas diferencias sociales; ricos muy ricos y pobres míseros

Precios de La Paz (1€=10 BOB aprox)
Una noche en habitación compartida en el hostal El Solario: 25 BOB
Desayunar un zumo de frutas natural y dos empanadas: 10 BOB
Plato combinado en el mercado: 16 BOB
Helado: 5 BOB
Entrada de cine: 25 BOB
Bus urbano: 1,5 BOB
Entrada a las ruinas de Tiwanaku: 80 BOB