30 mayo 2012

De fajitas a enchiladas

Una de las cosas más importantes cuando viajo es poder probar cuantos más platos mejor. Me gusta, evidentemente, visitar los monumentos más destacados: iglesias, catedrales o murallas, por poner algunos ejemplos; así como disfrutar de las vistas que me ofrecen playas, valles o montañas. Pero gozo tanto o más hincando el diente a un buen solomillo poco hecho que contemplando el Perito Moreno. En este sentido, debo admitir que durante mi viaje por Sudamérica he gozado más de sus paisajes que de su gastronomía. Si bien es cierto que en Argentina comí la mejor carne del mundo y que en los mercados de Bolivia o Brasil saboreé los zumos naturales más nutritivos que jamás haya probado, no encontré un país con una gastronomía completa, a excepción, quizás, del Perú. En el Perú hay gran variedad de platos, muchos de ellos con pescado, elemento casi invisible en las culturas culinarias de otros países vecinos, y el precio de un menú completo es más que asequible. Pero a parte de la buena carne argentina, el ceviche peruano o la bandeja paisa colombiana, si tuviera que elegir una gastronomía del continente americano me quedaría, sin duda, con la mexicana.

Aún recuerdo la primera vez que siendo niño mi tío me llevó con unos amigos suyos a un pequeño restaurante mexicano de Barcelona; Panchito se llamaba, si no recuerdo mal. Allí entré en contacto por primera vez con un mundo de colores, aromas y sabores desconocidos hasta entonces para mí. Saboreé con ahínco las quesadillas, las fajitas y las enchiladas, y quedé prendido por primera vez con el guacamole. A raíz de ese día, les pedí a mis padres que me llevaran de vez en cuando a más restaurantes mexicanos, la mayoría de ellos situados en el barrio de l'Eixample de Barcelona. Cualquier buena noticia consistía en una perfecta excusa para conocer un sitio nuevo. Y así, entre visitas al Mex&Cal, el Rincón Maya o Los Chiles empecé a conocer más a fondo la gastronomía mexicana, y platos como los chilaquiles o el pozole dejaron de parecerme exóticos. Ahora que ya no hay padres que inviten y servidor se tiene que pagar su factura, sigo yendo de vez en cuando a estos restaurantes, y en ocasiones me animo a cocinar en casa alguno de los platos más sencillos, como las fajitas, que lleno de mil y un ingredientes hasta que apenas puedo enrollar. Con tanta variedad de platos y sabores, no me sorprende que en 2010 la Unesco declarara Patrimonio Inmaterial de la Humanidad la gastronomía de este país. Y después de esta reflexión, noto que me acaba de entrar hambre. Suerte que en la nevera tengo algún aguacate y en la cocina guardo tortitas para situaciones de emergencia como esta. Así que, buen provecho.

¿Quién cortará el bacalao?


Esta es tal vez una de mis expresiones en español favoritas. Creo que en todos los países de habla hispana tiene el mismo significado: decidir o mandar. Pues bien, recientemente leí un artículo en el que el director general de BBVA Bancomer, Ignacio Deschamps (no confundir con el artista del urinal ni con el futbolista francés) aseguró que México será en un futuro próximo uno de los países más influyentes del mundo, y que las voces que salgan de allí se escucharán más que a las italianas, las canadienses, las alemanas y hasta las que provengan del mismo Reino Unido. No sé si es una exageración o una profecía modesta, lo que sí tengo claro es que México todavía no cuenta en el tablero de la geopolítica mundial como debería, si tomamos como referencia su población y músculo económico, cada vez más hinchado.

Últimamente se habla mucho de la emergencia de Brasil, el gigante Sudamericano. Cierto es que la acertada decisión de Lula de crear una clase media consumista (política heredada de la era Cardoso) está dando sus frutos. Muestra de ello no sólo son las cifras económicas de este país, sino también el nuevo respeto con el que las clásicas potencias mundiales (como los Estados Unidos, por ejemplo) empiezan a tratar al país gobernado por la formal Dilma Rousseff. Aún no sabemos si el boom brasileño acabará explotando como la burbuja española, pero lo que ya es tangible son pasos de gigante que ha dado el país, aunque aún queden bolsas de pobreza demasiado grandes repartidas por el centro norte y las grandes capitales. ¿Pero, qué pasa con México? ¿Dónde queda el onceavo país más poblado del mundo y uno de los miembros de la OCDE con una tasa de paro más baja? ¿Por qué pasa tan desapercibido en el panorama internacional en favor de otros países como Brasil o Argentina?

Cada día que pasa tengo más claro que el siglo XXI no será de los potencias que gobernaron durante el siglo pasado. Naturalmente, seguiremos oyendo hablar de los Estados Unidos y Rusia, así como de Francia, Reino Unido o Alemania. Pero se deberá contar cada vez más (y ya ha empezado este proceso) con China, Brasil, India o Sudáfrica, los famosos BRIC. Y apuesto que con México también. Pero que México empiece a jugar en la liga de las estrellas depende de su población y, sobre todo, de su gobierno.

Aún queda bacalao por cortar, sólo falta por ver el tamaño de los cuchillos.

29 mayo 2012

Mi inconsciente despecho a la literatura mexicana

Al leer en la prensa acerca de la muerte del escritor mexicano Carlos Fuentes caí en la cuenta de que todavía no había leído un libro suyo, a pesar de que el último año he devorado sólo autores hispanos. Libros ajados (casi todos de ocasión) de Cortázar; Onetti; García Márquez; Borges y sobre todo Mario Vargas Llosa han sido mis más queridos compañeros de viaje de los últimos meses. Todos ellos sudamericanos. Al hacer esta reflexión, observé entonces que no sólo desconocía el legado de Fuentes, sino que apenas había reparado en la literatura del país azteca, a excepción de un clásico ya mundial como es Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Y cuál fue mi sorpresa –qué fácil es sorprender a los ignorantes- al constatar que México no ha parido sólo a Fuentes o Rulfo; en esas tierras también nacieron en su día el ‘Nobelizado’ Octavio Paz, Laura Esquivel o Elena Garro, y muchos otros genios de la talla de Buñuel o el colombiano Gabriel García Márquez la eligieron como su casa. Pues bien, para intentar enmendar el agravio que había cometido con Carlos Fuentes y la literatura mexicana, me acerqué a una librería de viejo, y antes de deambular por sus pasillos y toquetear los libros, como hago siempre en estos casos, le pedí al chico que la regentaba que me recomendara algo de él. Así fue como cayó en mis manos La muerte de Artemio Cruz, una obra espléndida que empecé a leer esa misma noche. Ahora me encuentro con la pena de haber acabado un libro fantástico, pero con la ilusión de disfrutar de más obras suyas y de sus compatriotas.

FOTO: Claudio Reyes (EFE)

Destino final: Bogotá

Lamentablemente, Colombia aún arrastra la fama mundial de país peligroso, y sin embargo mucho ha cambiado desde la década de los noventa, en la que el Ejército escoltaba a los ciudadanos que se desplazaban en coche a lo ancho del país. Actualmente, tanto la capital como el resto de Colombia me parecen un sitio de lo más seguro, y no más peligroso que ningún otro país sudamericano o con mayores riesgos de ser atracado de los que corres si paseas una noche por las Ramblas de Barcelona. Cierto es que la zona rural donde se pueden encontrar las aún activas FARC son otro cantar. Bogotá, ciudad de la que nunca había leído gran cosa, fue el último destino de este viaje sudamericano que me ha tenido ocupado durante los últimos meses. Desde su aeropuerto, apodado El Dorado (el mitológico nunca fue hallado, todavía), partía muy avión rumbo a Madrid, donde me tocaba hacer escala antes de recalar, finalmente, en Barcelona. Así que nos reservamos unos cuantos días para poder ver con calma la ciudad, descansar y comprar los recuerdos que hasta el momento había dejado de lado. Aunque no quemamos la noche colombiana ni visitamos algunos de los sitios imprescindibles de la ciudad (bien por cansancio; bien por pereza; bien porque estaban cerrados), sí que me pareció una urbe digna de conocer.

Lo más turístico acabó siendo, como suele pasar, lo más bonito. Y en Bogotá se traduce en su casco antiguo, más conocido como la Candelaria. Allí se encuentran las casas más antiguas; la Plazoleta el Chorro de Quevedo (donde los jóvenes se juntan para beber y cantar algunas canciones guitarra en mano), los palacios coloniales y, evidentemente, el Congreso, el Palacio Presidencial y el Ayuntamiento de Bogotá. También tenemos que ir a la Candelaria para disfrutar del Museo del Oro o el más que recomendable Museo de Botero, que tiene una tienda de recuerdos preciósamente caros. Durante los días que estuvimos en esta gran urbe de más de siete millones de habitantes también paseamos por otros barrios, como Chapinero o Usaquén, donde los domingos se celebra un pintoresco mercado de artesanías, pero no llegamos a subir a Monserrate, el mejor cerro para divisar la capital. Gracias a la inestimable generosidad de mi amigo Albert Traver, a estas alturas un bogotano más, no tuvimos que buscar hotel, así que nos ahorramos un dinero.

Tras comprar algunos souvenirs, como libros de García Márquez, algún cuadro de Botero o café Valdéz, pusimos punto final al viaje. Sandra terminó su mes de vacaciones; los niños alemanes cargaditos de lloros y mocos la esperaban en Berlín. Yo, por mi parte, rematé un viaje de casi ocho meses por Sudamérica, y de esta forma me quitaba una gran espina que tenía clavada desde hacía muchos años. Después de haber dormido en tantas (malas) camas, de haber comido todo lo que se me puso por delante y de haber visto más paisajes bonitos de los que mi memoria puede asimilar, me volví a mi Barcelona natal con la ingenua intención de encontrar trabajo. No me despido de todo de este continente, ya que aún me falta mucho por ver y países por pisar (como Venezuela, las Guayanas o Centroamérica), pero sí que digo un 'hasta pronto'. Me lo pasé chévere. Gracias por todo, América. Obrigado.

Lo mejor de Bogotá

Su oferta gastronómica y cultural
La Candelaria
El Museo del Oro
El Museo de Botero
El mercado de domingo de Usaquén
El mirador de Monserrate
Pasear por la Séptima Avenida los domingos, que está cerrada al tráfico
Por lo general, los bogotanos son amables, educados y serviciales


Lo peor de Bogotá

No todas las zonas de la ciudad son seguras, y en cuanto cae la noche muchas calles están desiertas
Todo es un poco más caro que en otras ciudades, excepto la comida, ya que se pueden encontrar menús buenos y baratos
Un tráfico horroroso casi todo el día


Precios de Bogotá (2.300 Cop = 1 euro)

Museo de Botero: gratis
Museo del Oro: 3.000 COP
Billete sencillo en buseta: 1.500 COP
Una bandeja paisa para comer: desde 8.000 COP
Arepa rellena: 3.500 COP

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Satisfecho me vuelvo de haber conocido en casi todos los países por los que he pasado gente tan simpática, acogedora y divertida. Pero antes de poner punto y final a este episodio, me gustaría agradecer personalmente a aquellos que me han ayudado y alegrado los últimos meses. Gracias a la generosidad de Balark, que me acogió mi primera madrugada en Manaus, cuando pisé por primera vez y algo aturdido un gran país como es Brasil. También gracias a Pau, que me hizo enamorar de Rio de Janeiro y me permitió conocer gente fantástica en la ciudad más bonita del mundo. Me lo pasé genial con Guillem (el mejor comañero de viaje que pude tener, además de un gran amigo) y Joel en Campo Grande, y también con Amaya y Diego, la encantadora pareja de cangrejos con quien descubrí parte de Brasil. En la cara y gigante São Paulo, Óscar nos acogió como hijos a Guillem y a mi, y en Floranopolis, Tiago me abrió las puertas de la casa que compartía con sus compañeros de universidad. Con Mauro tuve en Montevideo conversaciones muy amenas y saboreé una gran parrillada, y Claudia me hospedó bastantes días mientras conocía la capital uruguaya. Y aunque solo fuera una tarde, me encantó conocer Jordi, un catalán muy simpático que iba de camino de Santiago de Chile. En Buenos Aires, Lurdes me prestó su casa, y compartí algunos buenos momentos con Chicho, un hermano más que amigo. En Puerto Madryn congenié con Oliver, un francés muy abierto de mente y apasionado del deporte. Por la Patagonía, algunos camioneros me pararon mientras hacía autoestop y me hicieron el viaje a Ushuaia mucho más corto (y barato). En el fin del mundo conocí a Diego, un gallego afincado en Barcelona, y a Fernando, un brasileño que nos llevó gratis en su pick up hasta el Chaltén. Y en el mismo Chaltén coincidí con Víctor e Irma, una pareja catalana de lo más sana. En Santiago de Chile, Gerard y Adriana me hicieron sentir como en casa y fueron los únicos que me regalaron algo en mi atípico 29 cumpleaños :P Y en Mendoza, Agus me alojó en su casa y me recomendó las mejores bodegas de la zona. En Salta me lo pasé genial con Víctor y Carlos, un par de madrileños muy buena honda, y en Santiago de Atacama conocí a mis grandes compañeros de viaje, Joan y Esther, con quienes recorrí durante más de un mes Bolivia y a quienes volví a encontrar en Perú y Colombia. En Lima conocí como vive una familia corriente gracias a la generosidad de Patricia, y con Salord i Llabina, grandes amigos míos de Barcelona, degusté los pisco sour del Sheraton y caté la noche limeña. Y ya en Bogotá, Sandra y yo le ocupamos el comedor al revolucionario y encantador Albert. También quiero dar las gracias a mamá y Josep, que me visitaron en Buenos Aires y en Perú y con quienes vi lugares que no hubiera podido visitar con mi escaso presupuesto. Y finalmente, muchas gracias Sandra por ser tan paciente conmigo y por venir a Colombia, un país que no estaba en su ránking de destinos turísticos. Espero que sepa que he disfrutado mucho en todos los viajes que hemos hecho juntos. Y los que quedan por venir, aún más. Ich liebe Dich.

También agradecido a los lectores, que pacientemente han esperado (a veces demasiadas semanas) a que posteara en este blog. Aprovecho para pedir perdón por haber perdido fuelle a medida que pasaban los meses. Y finalmente, gracias también a aquellos que por casualidad han caído en este espacio cibernético y han leído algún capítulo de mi modesta aventura. A partir de hoy mismo, ya en Barcelona, dejaré de escribir sobre lo que me pasa en este fascinante continente y volveré a escribir sobre lo que me ronde por la cabeza, ya en el viejo, aburrido y decadente continente en el que se ha convertido Europa.

Nos vemos por aquí.

Daniel

Tayrona y la Guajira, los últimos coletazos del viaje

Tal y como llegamos a la terminal de bus de Santa Marta, una de las ciudades más pobladas del norte de Colombia, cogimos una buseta para llegar a hasta la vecina Taganga, una población mucho más pequeña y tranquila a escasa media hora. Elegimos Taganga ya que habíamos leído que era uno de los sitios donde cuesta menos sacarse el certificado de submarinismo PADI Openwaters, y porque además está a las puertas del precioso Parque Nacional Natural de Tayrona. Nos alojamos en una casa particular de un hombre muy particular: el Pibe. El Pibe, que recibe este apodo por haber sido vecino del mítico jugador colombiano el Pibe Valderrama y por llevar su mismo peinado hasta hace unos años (según nos contó él mismo), ofrece tres habitaciones en una humilde pero limpia casa en el centro de Taganga. Allí nos quedamos cuatro días y tres noches. Por la mañana acudíamos a la escuela de submarinismo Vida Marina, donde nos enseñaban teoría y desde donde partíamos para hacer dos inmersiones diarias en el mar. Tuvimos como profesores a Fabio y Santiago, dos colombianos muy majos y competentes que nos hicieron aprendrer en pocos días lo imprescindible para poder bucear con equipo de manera autónoma. Bajo del agua vimos peces de mil colores, corales de mil formas y hasta pudimos hacernos una foto con un simpático pez globo. Y en la escuela, donde hacíamos los test y visionábamos los vídeos, reímos con la manera que los gringos te explican la teoría del submarinismo. A parte de sacarnos el PADI, en Taganga no hicimos gran cosa, y tampoco creo que sea un lugar que ofrezca grandes atractivos. Algún día nos acercamos a Santa Marta para comprar comida y cocinarla en casa, pero se nos pasaron volando los días entre inmersiones, lecturas y siestas. Con el certificado de submarinista bajo el brazo, nos desplazamos hasta el Parque Nacional Natural de Tayrona, a una hora en bus.

En este gigante y selvático enclave estuvimos tres días. Paseamos por casi todas sus playas paradisíacas y nos bañamos en las que estaba permitido, pues en muchas hay peligro de ahogarse debido a las fuertes corrientes. Nos alimentamos fatal, ya que en todo el parque no hay un solo supermercado y los menús de los hostales o restaurantes son carísimos (conviene traer de fuera toda la comida), pero los atardeceres o conversaciones en la tienda de campaña antes de ir a dormir, a eso de las ocho de la tarde, compensaron la falta de alimento. Me arrepiento de no haber hecho ninguna excursión por los senderos que traviesan las montañas, ya que me habían dicho que es muy fácil ver arañas y serpientes grandes y cruzarte con muchos animales. Pero el cansancio a estas alturas del viaje unido a la poca valentía de Sandra decantaron la balanza a las blancas arenas de la playa. Tayrona es, sin duda, uno de los mejores destinos colombianos donde pasar unos días y visita obligada si se viene a este país.


La Guajira, el lejano Oeste colombiano

La última parada de este viaje sudamericano fue la península de la Guajira, la parte más septentrional del cono Sur. La Guajira es un extenso territorio muy árido que hace frontera con Venezuela y en el que habita la tribu de los wayuu, una comunidad milenaria un tanto peculiar que aún administra su propia justicia. En este remoto enclave volvimos a sentirnos en otro mundo durante unos días antes de volver a la cosmopolita Bogotá y regresar a casa. Para llegar al Cabo de Vela desde el Parque Tayrona tuvimos que sudar tinta. Primero cogimos un autobús hasta cerca de la frontera con Venezuela, y allí subimos a un coche particular que hacía de taxi. Llegamos a Uribia, el último pueblo 'civilizado' de la península, y después de comprar víveres nos subimos a un jeep que nos llevaría en algo más de dos horas al Cabo de la Vela. El trayecto, aunque pesado por el estado de la carretera (todas sin asfaltar) y por ir apretujados en los asientos, fue precioso. Éramos los únicos turistas del vehículo (¡en el que viajábamos 17 personas!), y pudimos conversar con algunos militares y vecinos que volvían a sus casas después de hacer algunas compras y gestiones en Uribia.

Tal y como llegamos, dejamos las cosas en la habitación y nos metimos en las mansas aguas que ofrece aquí el Atlántico y contemplamos la puesta de sol. Al día siguiente fuimos andando por la árida estepa a dos playas diferentes que están abarrotadas en temporada alta pero que se encontraban vacías para nosotros. El paisaje terroso y un sol implacable me recordaron a las sabanas africanas que tantas veces he visto por televisión, y las única vida que vimos por el camino fueron unas pocas cabras que comían de arbustos secos y algún pastor wayúu ataviado con su vestido tradicional yendo en bici de un recóndito lugar a otro. Disfrutamos de las playas solitarias y de una agua azul intenso; nos tostamos al sol y leímos a ratos. Y tras dos días de relax en este particular paraje emprendimos de nuevo el viaje a la ‘civilización’, con el mismo jeep que nos trajo, abarrotado de personas y esta vez también con seis cabras atadas listas para vender. Nos pasamos un día entero viajando y cambiando de autobuses hasta que llegamos a Santa Marta, donde después de regatear un poco encontramos un billete de bus hasta Bogotá, nuestra última parada.


Lo mejor de Tayrona y la Guajira

Sus playas y naturaleza indómita
En temporada baja es muy fácil sentirse solo ante la inmensidad, sobre todo en la Guajira
El contraste cultural con los wayúus
Tayrona está muy cerca de Santa Marta y por lo tanto es fácil llegar al parque


Le peor de Tayrona y la Guajira

En ambos sitios conviene llevar comida y mucha agua, lo que hace aumentar el peso de la mochila
El precio de todas las cosas (menús, desplazamientos etc) en ambos lugares es más alto que en zonas urbanas
No es fácil entablar una conversación con los wayúu


Precios de Tayrona y la Guajira (2.300 Cop = 1 euro)

Curso de PADI en Agua Marina: 500.000 COP con libro incluido
Bus de Santa Marta a Taganga: 1.200 COP
Comida de menú en Taganga: 8.000 COP
Una noche en pensión del Pibe: 10.000 COP
Bus de Santa Marta a Tayrona: 5.000 COP
Entrada al Parque Nacional Natural de Tayrona: 35.000 COP
Tayrona-Uribia (pasando por Riohacha y Entrevías): 20.000 COP
Jeep de Uribia a Cabo de la Vela: 12.000 COP
Una habitación doble en hostal la Tortuga para dos persona (Cabo de la Vela). 25.000 COP
Una Coca-Cola de 50 cl en la playa: 3.000 COP
Cena en Restaurante Doña Flor: 5.000 COP
Santa Marta-Bogotá: 70.000 COP (18h)


La costa caribeña colombiana, a ritmo Malibú

Igual que a mí, creo que a mucha gente le quedó grabado en la retina un anuncio de la bebida Malibú en el que aparecían unos personajes caribeños que vivían sin lujos pero con toda la felicidad del mundo. Pues bien, aunque esté basado en un tópico, durante los días que estuvimos por los pueblecitos colombianos más caribeños este vídeo me volvió en más de una ocasión a la mente. La ciudad de Turbo es muy ajetreada y nada atractiva. Motos, bicicletas, coches y hasta algún carro de caballos se disputan sus calles, en las que abundan ociosos buscavidas. Lamentablemente, es imprescindible pasar por ella para tomar una lancha si se quiere ir a los lejanos pueblos de Capurganá y Sapzzurro, colombianos pero ya en Centroamérica y a escasos kilómetros de Panamá. Viniendo de Manizales, donde hacía algo de frío y escaseaba la gente de raza negra o mulata, la zona norte de Colombia parece otro país. Después de desayunar en una cafetería, compramos unos caros pasajes de lancha, y mientras esperábamos a que saliera pudimos observar con detenimiento la fauna que nos rodeaba. Madres con tres o más hijos correteando a su alrededor, vendedores ambulantes y otros viajeros cargados hasta las cejas fueron nuestra compañía en la rústica terminal de lanchas de la ciudad.

El viaje hasta Capurganá no fue del todo agradable, a pesar de que hacía un precioso día y el paisaje era de lo más bonito (selva con altísimas palmeras que mueren en orillas de aguas turquesas). El motivo es que este trayecto, que dura más de dos horas, se hace a toda velocidad, y uno anda con miedo a que algún órgano interno se suelte debido a las sacudidas a que sometes el cuerpo. Pero el sufrimiento vale la pena, ya que al desembarcar en la pequeña Capurganá te envuelve la paz y la tranquilidad que no existen en Turbo. Capurganá es un pequeño pueblecito donde no hay coches (la gente se mueve a pie o en bicicleta) y en el que todo el vecindario hace vida en la calle. Hay quienes venden empanadas, mientras otros charlan delante de sus casas al fresco y unos terceros montan una mesa en la calle y se ponen a jugar a cartas. Como es temporada baja, pudimos alojarnos en un precioso hostal regentado por un italiano a precio irrisorio. Una vez instalados dimos un paseo por el pueblo sin mirar en ningún momento el reloj, puesto que va en contra de la filosofía de estos lares. Recorrimos parte de la costa cercana y no nos dio tiempo a mucho más, ya que cuando oscurece no hay luz en ningún lugar (aquí cortan la corriente y el agua a diario). Al día siguiente, bien temprano, emprendimos un paseo de una hora a través de la selva hasta el vecino pueblo de Sapzurro, el último de Colombia, El paseo es corto, pero la humedad del bosque pasa factura. Por suerte, las grandes arañas e insectos que se ven así como el rugido de los monos aulladores lo hacen muy ameno. Sapzurro, algo más pequeño que Capurganá, es más bonito. En su pequeña bahía fondean algunos veleros de viajeros que están dando la vuelta al mundo o recorriendo el Caribe, y en las calles se respira aún más familiaridad que en la vecina Capurganá. Pero pasamos de largo, ya que a tan solo veinte minutos a pie cruzamos a Panamá, nuestro destino aquel día. Una pequeña guarnición con tres soldados panameños aburridos que te controlan el pasaporte es lo único que separa ambos países. Ya en Panamá, nos tostamos todo el día en la isla blanca del pueblo La Miel, y aprovechamos para hacer por primera vez en Colombia un poco de snorkel (bucear con gafas y tubo).


Volvimos a Turbo con la intención de ir hacia Cartagena, es decir, al Este. Sin embargo, antes de llegar nos dio un pronto y paramos en Tolú, a medio camino, para poder acercarnos a las desconocidas Islas San Bernardo, un archipiélago de diminutos islotes poblados por pescadores. Y acertamos. Aunque sólo estuvimos un par de días, alucinamos con el estilo de vida de su gente. Los pocos que trabajan son pescadores que tienen una barquita y pescan con arpón y a apnea. Los demás se pasan el día vagando por la isla sin hacer gran cosa. Las mujeres se encargan de la casa (que en este caso son modestas chabolas), los animales domésticos (cerdos, cabras y gallinas), así como de los niños, que desnudos juegan con los cangrejos en la playa. Dormimos en unas hamacas que nos alquilaron delante de la única tienda de la isla en la que estábamos (Múcura). Pues bien, este colmado resultó ser el punto neurálgico de la isla y se convierte en ‘discoteca’ las noches del sábado. Vallenato a todo volumen y hombres bebiendo ron sin control fue el espectáculo que vimos desde nuestras hamacas hasta medianoche. A pesar de los inconvenientes, fue muy enriquecedor charlar con algunos de ellos, quienes, entre trago y trago nos contaron cómo viven y trabajan. Y más relajante fue poder disfrutar de las playas de arena blanca y agua transparente que bordean la isla, que resultaron ideales para bucear y ver peces.

Abandonamos este paraíso terrenal para poner rumbo, esta vez sí, a la turística Cartagena de Indias. Nos alojamos en Getsemaní, un histórico barrio que queda fuera de las murallas pero donde se encuentran la mayoría de los hostales de mochileros. La primera noche pudimos saborear un delicioso ‘patacón con todo’ en una plazoleta muy pintoresca, en la que los locales bebían cerveza y un grupo de hombres discutía sobre cuáles eran los mejores jugadores del Barça. Los días siguientes días gozamos callejeando por las coloridas y cuidadas calles del casco antiguo, que contrastan con la miseria y fealdad de los barrios periféricos. Abusamos de la helada limonada casera que vendían por la calle y visitamos el museo de la Inquisición, un lugar ideal para sentir escalofríos y volverse más ateo aún, si cabe. En la entrada principal a la ciudad, cerca de la torre del reloj, hay unos tenderetes en los que venden dulces típicos. Aunque todos tengan muy buena pinta, la mitad de ellos están revenidos y es el típico producto que exclusivamente venden al turista. Pasamos por el aro y compramos una pack de dulces variados, y me sentí como el alemán con chanclas y calcetines blancos que acaba pagando una fortuna por comer una infumable paella y bebiendo sangría en las Ramblas de Barcelona. Y tras acabar las calles de la bonita ciudad amurallada y conocer la pija pero nada especial zona de Bocagrande, dijimos adiós a Cartagena de Indias y nos encaminamos hacia Santa Marta.



Lo mejor de Capurganá e Islas Bernardo

Descansar en paradisíacas playas de arena blanca
Ideal para hacer snorkel
Conocer su gente, que tienen un ritmo de vida muy diferente al de las grandes ciudades
Preciosas puestas de sol

Lo peor de Capurganá e Islas Bernardo

Los supermercados son caros, aunque en temporada baja el alojamiento es económico. En las Islas San Bernardo escasea donde dormir.
Sale muy caro llegar a Capurganá en lancha desde Turbo
Son sitios donde no pasa nada. La mayoría de viajeros se pueden aburrir al tercer día.

Precios de Capurganá e Islas Bernardo (2.300 Cop = 1 euro)

Lancha Turbo-Capurganá: 55.000 COP
1 Noche en el hostal Gecko (Capurganá): 10.000 COP/noche
Cena plato combinado: 5.000 COP
Bus de Turbo a Tolú (pasando por Montería): 50.000 COP
Noche en Tolú: 25.000 COP habitación doble
Lancha ida/vuelta desde Tolú a Múcura: 45.000 COP
Comer langosta en Múcura: 40.000 COP para dos personas
Bus de Tolú a Cartagena de Indias: 30.000 COP

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Lo mejor de Cartagena de Indias

El colorido y restaurado centro histórico
Visitar los palacios más bonitos, como donde se encuentra el Museo de la Inquisición
Saborear lima granizada un caluroso y soleado día
Pasear por la muralla que da al mar
Cenar por la calle en el barrio de Getsemaní
Es una ciudad muy turística, así que hay una buena oferta de alojamientos y buenas conexiones con el resto del país

Lo peor de Cartagena de Indias

En algunos puntos hay demasiados turistas y pocos locales
Fuera de la ciudad amurallada reina la miseria, el ruido y la suciedad
La zona de Bocagrande es un paraíso de seguridad y rascacielos pero con poco interés turístico

Precios de Cartagena de Indias (2.300 Cop = 1 euro)

1 noche en hostal Iguana: 12.000 COP cada persona
Museo de la Inquisición: 14.000 COP
Desayuno completo: 7.000 COP
Bus urbano: 1.500 COP
Bus de Cartagena a Santa Marta: 20.000 COP

08 mayo 2012

Del frío de Quito al calor de Colombia

Aunque Guayaquil es la ciudad más poblada de Ecuador, no es nada atractiva para el turista. Apenas hay sitios que merezcan la pena visitar, y la humedad que se respira durante todo el día no anima a quedarse. Así que una vez que llegó Sandra procedente de Berlín (eso sí que es cambiar de planeta en pocas horas), nos largamos hacia la capital del país, Quito. Como yo ya había visitado parte de la costa ecuatoriana y Cuenca, y los dos nos moríamos de ganas de entrar en Colombia, sólo hicimos esta parada.

El frío nos sorprendió al bajarnos del autobús que nos trajo de la cálida Guayaquil. Llegamos ya de noche, y cogimos un trolebús hasta el centro de la ciudad, en concreto hasta Santo Domingo. Elegimos el primer hostal que nos pareció limpio y económico, el Rincón Familiar, para descubrir al día siguiente que aunque los dueños eran encantadores nos habíamos metido en un hotel por horas. Ya nos entendemos.

La primera noche paseamos por la bonita aunque turística calle La Ronda, y acabamos cenando unos pollos en un lugar común. Y a la mañana siguiente visitamos Quito bajo un cielo encapotado y a ratos bajo una tímida lluvia. Entramos a la basílica y algunas iglesias céntricas, y nos gastamos un buen dinero para subir en teleférico a un cerro cercano desde el que se divisa la ciudad. Por la noche volvimos a pasear por La Ronda y probamos el morocho, un tipo de empanada que lleva maíz triturado en su interior. Como era viernes había mucha gente paseando por la calle, y nos coincidió ver un espectáculo que organizaban en unas carpas con motivo del bicentenario de la Constitución de Quito (la independencia de España). Al ser gratuito, decidimos entrar a probar. La dinámica consistía en hacer en grupo un recorrido (éramos los únicos no ecuatorianos) por varias carpas en las que actores disfrazados de la época explicaban el proceso de independencia. Nos hizo gracia ver como animaban al público a gritar consignas contra los ‘españoles’ y cómo acusaban a espectadores al azar de ser ‘colonizador’. Alguna broma pesada a parte, reímos bastante con la representación y aprendimos un poco sobre la historia reciente del país.

A la mañana siguiente, y en vistas de que el tiempo no mejoraba y que habíamos visitado lo más bonito de Quito, nos subimos a un autobús que nos llevó a la frontera con Colombia. A diferencia de otros países en los que puedes pasar de país a país con el mismo autobús, aquí tuvimos que coger un taxi hasta la aduana, cruzar a pie la línea imaginaria que separa Ecuador y Colombia, y hacer todo el papeleo. En menos de una hora ya teníamos en nuestros pasaportes los sellos correspondientes y el funcionario de aduanas colombiano nos daba la bienvenida. Para llegar a Upiales, el primer pueblo de Colombia, tuvimos que coger un taxi, ya que no había transporte público, pero como no teníamos aún pesos colombianos y sólo nos quedaban dos dólares en el bolsillo (y nos pedían 4 dólares por la carrera), tuve que empeñar mi candado para que un taxista de lo más peculiar nos acercara a la terminal de Upiales. Allí nos montamos en otro bus, esta vez nocturno, que nos llevo hasta Armenia, el corazón del eje cafetero.

Tal y como llegamos a Armenia desayunamos en la estación huevos revueltos, tinto (café solo) y tostadas, y dejamos las mochilas en consigna para poder hacer una excursión por el espectacular valle de Cocora. Primero tuvimos que llegar a Salento, una bonita población colonial que el fin de semana se llena de domingueros colombianos que van a pasear y comprar artesanías. Una vez allí nos subimos como unos refugiados que huyen del país más de siete persones a un jeep (que aquí llaman Willy) que nos dejó en la entrada del valle. Ya en Cocora, paseamos durante todo el día haciendo un recorrido circular. Primero anduvimos por el verde valle, en el que abundan altas palmas, y luego nos adentramos a un bosque selvático en el que tuvimos que cruzar varias veces un río por puentes de dudosa seguridad. Volvimos al pueblo a través de un alto desde el que se vislumbraba la totalidad del valle de Cocora, un paisaje precioso que parecía sacado de la seria Lost.

Algo cansados y más sucios volvimos retrocedimos a Armenia, donde cogimos otro bus hasta Manizales, otra punta del eje cafetero. Llegamos exhaustos a Manizales, por eso, tras una reparadora ducha y picar algo para cenar nos fuimos a dormir. Por la mañana paseamos por la ciudad y disfrutamos de los primeros menús completos colombianos y de la amabilidad de la gente de la zona, la más simpática y educada que me he encontrado en todo el viaje (y en las antípodas de la que conocí en Bolivia o algunas zonas rurales del Perú). Y por la tarde nos relajamos en unos baños termales naturales, con agua a más de 35 grados centígrados. Esas aguas calientes provienen de un volcán cercano que se llama Ruíz y que no pudimos visitar ya que esos días estaba en alerta por riesgo de erupción.

Y el segundo día en Manizales lo pasamos en una hacienda cafetera. Contratamos un tour que a priori nos pareció caro pero que una vez finalizado se convirtió en una de las mejores inversiones del viaje. Visitamos una casa feudal cafetera, nos explicaron toda la historia y tipologías de café que existen y luego paseamos por la finca, que a parte de preciosa estaba perfectamente conservada. Antes de acabar la visita saboreamos sanchocho (un plato típico colombiano a base de sopa con diferentes tipos de carne) y nos tomamos unos deliciosos últimos cafés.

Y ésta fue la primera parada en la anhelada Colombia. Dejamos la zona del café para emprender un largo viaje que nos llevaría después de coger un par de autobuses a Turbo, la ciudad que sirve de base para visitar los pueblos caribeños que Colombia tiene a tocar de Panamá.

Lo mejor de Cocora y el Eje Cafetero
El paisaje verde y las altas palmas de las praderas
Montar en un willy (jeep) para llegar al valle de Cocora
Aprender sobre el café y pasear por fincas cafeteras
Saborear un café excelente

Lo peor de Cocora y el Eje Cafetero
A Cocora hay que ir preparados con botas de agua
El precio del willy (3.000 cop) es caro
Salento el domingo se llena de domingueros
El alojamiento en Manizales es escaso y caro

Precios de Cocora y el Eje Cafetero (2.300 Cop = 1 euro)
Bus Armenia Salento: 6.000 COP
Visita guiada a finca cafetera (con transporte desde Manizales): 30.000 COP
Una noche en hostal de Manizales: 22.000 COP
Menú de mediodía: 8.000 COP

Audio: Juanes