25 febrero 2012

Carnaval carioca

Poder hacer un largo viaje durante un año sabático es todo un lujo, pero para alargarlo y alcanzar a visitar muchos lugares es necesario dormir a menudo en pocilgas, viajar de pie durante horas y en los autobuses más baratos o comer en los mercados. Después de algo más de cinco meses fuera de casa decidí regalarme un carnaval en Río de Janeiro, una idea que la iba arrastrando desde que visité la ciudad allá por el mes de noviembre.Tras recorrer toda América en bus me daba el lujo de coger un avión que me llevaría desde la capital económica de Bolivia, Santa Cruz de la Sierra, hasta la capital económica de Brasil, São Paulo. El contraste entre ambas ciudades no puede ser mayor. Aunque Santa Cruz sea la ciudad más desarrollada de Bolivia, nada tiene que ver este humilde, bonito pero aún retrasadísimo país con la ciudad más poblada, potente y con mayores desigualdades del cono sur, São Paulo.

Llegué de madrugada al aeropuerto paulistano de Guarulhos, y de allí enlacé a la mayor estación de autobuses de Latino-américa, Tietê, para tomar un bus que me llevaría a Río de Janeiro. Mi primera sorpresa fue que al pisar la estación me dijeron que no quedaba ninguna plaza libre para todo el día (eran las 6 de la mañana) y que sólo quedaba una para un bus que partía al día siguiente a las 9 horas. Y eso que muchas empresas enlazan ambas ciudades cada cinco minutos. Este contratiempo me obligó a pasar más de 26 horas en la estación de buses, que durante todo el día estuvo abarrotada de gente que salía y llegaba a la ciudad. Por suerte Tietê está muy cerca del centro, así que me escapé un par de veces a recorrer esta mole de hormigón que es São Paulo. Comí en Liberdade, un gigante chinatown brasileño, y paseé algo por el gris y transitado centro. Más tarde volví a salir de la estación para cenar en un bar sucio pero barato y muy próximo a la estación.

Al día siguiente pude finalmente llegar a Río, aunque con retraso, y tal y como dejé las maletas en casa de Aline y Emerson (los amigos de Pau que me alquilaron una habitación en Ipanema) salí de parranda. La ciudad estaba tomada por miles de personas que disfrazadas o no cantaban y hacían bromas por la calle. La plaza de General Osorio era un hormiguero, y las caipirinhas y cervezas hacían mella hacía horas en la mayoría de transeúntes.

Los días que estuve en Río no apunté nada en mi agenda diaria, pero hice más o menos lo mismo: levantarme tarde, salir a comer y encadenar bloco tras bloco desde primera hora de la tarde hasta bien entrada la madrugada. A pesar de los intentos para que aprenda a bailar samba, aún me siento un pato. Tengo muy claro que para sambar y sentir la música como los brasileños no es preciso apuntarse a ningún curso, hace falta nacer aquí. Durante esta semana nos juntamos gente muy maja, amigos de Pau y conocidos que hice cuando estuve en noviembre. Una noche pude ir con un pase de prensa al Sambódromo, donde aluciné pepinillos. En esta infraestructura que se asemeja a la recta de Montmeló, las 13 mejores escuelas de samba de la ciudad desfilan durante dos noches para competir por el título que las consagra como la mejor del año. Si tenemos en cuenta que cada escuela de primera la componen más de tres mil personas y unas ocho carrozas gigantes, uno ya se puede hacer una idea de la envergadura del evento. Cada persona va disfrazada hasta el menor detalle, dependiendo de la comparsa que forme dentro de su escuela. Las carrozas son de un tamaño descomunal, y reproducen minuciosamente los objetos o ideas que representan. Hay que tener mucha imaginación y habilidad para poder diseñar tanto los vestidos como las carrozas, y hay que tener sangre brasileña para poder mover el cuerpo durante todo el desfile, ya que cada escuela compite durante más de una hora. Gracias a la acreditación de periodista (suplanté a un compañero de Pau que en la foto se le veía una buena mata de pelo en la cabeza; viva los controles de seguridad del sambódromo) pude moverme como pez en el agua por la zona donde las escuelas ingresaban a la recta diseñada por Niemeyer y observar de cerca las mulatas (y mulatos) que escasos de ropa y con cuerpos de infarto ensayaban movimientos para poder seducir minutos después al jurado. Me dio un poco de lástima que tras las verjas que rodean el estadio centenares de cariocas sin recursos económicos se agolparan para poder ver de lejos como una minoría de compatriotas se lo pasaban en grande. Cada show es muy largo, así que tras ver un par de escuelas y de saciarnos de observar a mulatas y mulatos nos retiramos a casa, alucinados por el espectáculo que acabábamos de presenciar.

Pero el carnaval en Brasil no sólo es el sambódromo, sino sobre todo los blocos de diferentes escuelas que tocan y desfilan gratuitamente por multitud de calles y barrios. Los días siguientes volvimos a pasear por Lapa, Copacabana, Flamengo, Botafogo etc y a mezclarnos caipirinha en mano con los cariocas y otros turistas a ritmo de samba y forró (un tipo de baile tan sexual que en Europa estaría prohibido).

Todo lo bueno es efímero, y el carnaval de Río no fue una excepción. Se acabó la buena vida, y en estos momentos estoy de nuevo en Bolivia, un país lleno de preciosos paisajes pero donde desgraciadamente no hay brasileños. Ahora me toca asimilar todo lo que he visto y vivido en Río y rezar para que me llegue una oferta de trabajo de la Cidade maravillosa. Hasta entonces continuaré mi viajé rumbo a Perú.


Audio:
Salgueiro*

Mi escuela de samba favorita, a la que vi ensayar en noviembre y que en el carnaval quedó en segunda posición. Esta es la canción que han usado este año.

17 febrero 2012

Tras los últimos pasos del Che

Ernesto Che Guevara, gracias a la más que difundida fotografía de Korda, tal vez sea la persona más famosa de la Historia, con permiso de Jesús. Pero a diferencia del hijo de Dios, no todo el mundo sabe al dedillo por qué luchaba, donde murió o cuales fueron sus ideales, más allá de un par de famosas frases como “Hasta la victoria siempre” o “Prefiero morir de pie que vivir arrodillado”. Y entre ellos me incluyo. Pero ahora, después de seguir sus últimos pasos por Bolivia y tas visitar los lugares donde fue capturado y la escuela en la que fue ejecutado, sé algo más de este gran hombre que priorizó sus ideales por encima de todo. Leer su diario de campaña boliviana me ha ayudado a acercarme a él y a cagarme una vez más en el desigual mundo que mantenemos a diario.

Casi todos los turistas que llegan a Vallegrande, donde el ejercito boliviano expuso el 10 de octubre de 1967 el cuerpo inerte del Comandante como trofeo de caza, es para reseguir las últimas etapas que vivió el modesto pelotón de guerrilleros que encabezaba el Che. El día que llegamos a Vallegrande procedentes de Samaipata (en un recorrido de tres horas en bus durante el cual nos tuvimos que sentar en taburetes de plástico pues todos los asientos estaban ocupados) visitamos la fosa donde estuvo enterrado secretamente el Che y algunos de sus compañeros durante más de treinta años. También visitamos el hospital, donde se encuentra la lavandería en la que lo expusieron durante dos días para que vecinos y prensa internacional lo vieran muerto. Al segundo día madrugamos, y tras disfrutar de zumos de fruta natural en el mercado del pueblo nos desplazamos con un guía hasta La Higuera, la remota aldea en la que el Che y dos de sus lugartenientes (el Chino y Willy) fueron asesinados a sangre fría cuando ya estaban heridos y maniatados. Antes de llegar a La Higuera, pueblecito que está lleno de pintadas y bustos en recuerdo al guerrillero, descendimos por la quebrada del Churo y conocimos en detalle cómo se desarrolló el último combate de los guerrilleros comunistas con el ejército boliviano en el lugar exacto donde se produjo. Aunque hace ya cerca de 44 años que se produjeron estos hechos, uno no puede evitar que se le ponga la piel de gallina al recrear mentalmente cómo murieron los 22 jóvenes guerrilleros que dirigía el Che justo donde fueron abatidos. Tras leer su diario en Bolivia y haber buscado información en internet, apodos de guerra como Ñato, Willy, Coco o Inti se hacen familiares, y ver sus fotografías en medio del bosque hiela la sangre.

Aún no sé bien por qué todo acabó como acabó. No entiendo por qué el Che, una persona formada y con bagaje guerrillero, se creyó capaz de hacer triunfar la revolución con sólo cincuenta hombres en un país selvático y lleno de caudalosos y ríos. No entiendo por qué Cuba (Fidel) no mandó ayuda o más hombres, ni por qué el partido Comunista boliviano (dirigido por Monje) le dio la espalda al Che. Bueno, esto último sí lo sé; se debió a una lucha de egos entre dos figuras como eran el Che y Monje. Tampoco entiendo cómo es posible que el ejército boliviano, con la ayuda y asesoramiento de la CIA norteamericana, tardara once meses en acabar con una guerrilla minúscula que giraba perdida por los bosques bolivianos. ¿Tan ineptos eran sus soldados? Y la URSS, ¿jugó algún papel en toda la trama? ¿No debería haber ayudado a la guerrilla del Che para hacer triunfar la revolución por todo el continente? Y otra incógnita: ¿Por qué los campesinos bolivianos no se unieron a la causa y engordaron las filas guerrilleras?

Algunos de estos interrogantes seguro que tienen respuesta, trataré de encontrarla leyendo más libros y diarios de guerrilla, como el que escribió Pombo, uno de los tres supervivientes de la batalla del Churo. Pero otros, en cambio, no los descifraré nunca. Estoy seguro que algunas piezas del rompecabezas sólo las tienen personajes como Fidel Castro y las personas que ocuparon la sala de operaciones de la Casa Blanca durante el año 1967.

De lo único que no tengo dudas es de la extrema importancia del Che, como hombre y por sus valores. Está claro que al morir joven y luchando por sus ideales (cuando podría haber continuado viviendo una vida cómoda de ministro en Cuba) lo ha elevado a icono mundial. Ya se sabe, los muertos, si son jóvenes, se tienden a idolatrar. Aun así, me parece que en este mundo se pueden contar con los dedos de una mano las personas tan valientes y coherentes que han trascendido a los libros de historia. A veces me siento mal por no ser ni tan valeroso ni justo como lo fue el Che, aunque comparta gran parte de su pensamiento. Pero haciendo pequeños actos de justicia diaria ya me siento satisfecho. Che sólo ha habido uno, y no creo que a estas alturas del partido aparezca un segundo.

Audio: Soldadito boliviano (Paco Ibáñez en el Olympia)

16 febrero 2012

Potosí, capital del mundo

Descansamos un día entero en la fea y arenosa ciudad de Uyuni, poblada por más perros abandonados que personas, antes de emprender el viaje al interior de Bolivia. La ruta natural hacia el norte nos llevó a comprar un billete de autobús hasta Potosí, la que otrora hubiera sido capital del mundo gracias a la riqueza que albergaba el Cerro Rico. Después de pagar precios desorbitados por billetes de autobús en Argentina y Chile me pareció una auténtica ganga que por 3 euros pudiéramos viajar cinco horas en un bus, por muy destrozado que estuviera. La parte de paisaje del recorrido Uyuni-Potosí que pude ver, pues gran parte del viaje lo pasé dormido, era preciosa. Montañas de diferentes tamaños, algunas de piedra roja y otras cubiertas de un espeso verde, contrastaban con el azul del cielo. En el autobús, que tal vez fuera nuevo en la década de los años ’70, viajábamos hasta los topes, y algunos pasajeros estuvieron todo el tiempo de pie en el pasillo. A mi lado se sentó una señora vestida con ropa tradicional, callada pero risueña, que emanaba un fuerte olor a algo que estoy seguro no era colonia. Y finalmente llegamos a Potosí, ciudad que había llegado a tener el triple de habitantes que Londres o Nueva York en su época esplendorosa, cuando los españoles esclavizaban a indios y negros en las minas del cercano Cerro Rico, una montaña llena de plata, zinc y cobre.

Como pasa en muchas otras ciudades que fueron importantes durante la colonia española, Potosí desprende la aún una esencia glamurosa de ciudad que algún día fue. Y vaya si fue. Se dice que con la plata que se ha extraído de sus ya cada vez más vacías entrañas se podría construir un puente que la uniera con Europa. Otra mirada un poco más crítica con la colonización, sin embargo, pone otro ejemplo: las personas que han dejado la vida en la mina (unos 8 millones) servirían para construir un puente paralelo al de plata que llegaría también hasta Europa, destino de los ansiados minerales que salieron de aquí. Me sorprendió que aún hoy muchos bolivianos estén resentidos con España y que pidan que les ayuden porque se sienten dejados de la mano de Dios. Si supieran que a España la aguanta Alemania…

Me quedé con Joan i Esther unos tres días en Potosí. Paseamos por sus empinadas calles y visitamos varias iglesias que se conservan perfectamente. Subimos al campanario de la iglesia de San Francisco, desde donde se obtiene una preciosa perspectiva de la ciudad y el Cerro Rico. Deambulamos por su variopinto mercado y un día nos fuimos a las cercanas termas del Ojo del Inca para tomarnos un baño caliente y embadurnarnos de barro. También visitamos la imponente Casa de la Moneda, donde se acuñaban las monedas de curso legal de la época, y tuvimos la suerte de coincidir en la calle con el Carnaval minero, un gran fiesta en la que todos los mineros de la ciudad (actualmente unos 15.000) festejan con sus compañeros de cooperativa este día tan esperado. Fue divertido ver pasar las múltiples comparsas de mineros y viudas de mineros y también comprar globos de agua y tirárnoslos con los jóvenes que mojaban a los transeúntes pistolas de agua en mano. Este día sólo tuvo un par de episodios negros: a Esther le hurtaron la cámara en una esquina tumultuosa y varias mujeres fueron violadas (como sucede cada año) aquella noche, según pudimos saber por la radio al día siguiente.

Cerro Rico, la montaña come hombres
Y fue en Potosí donde he vivido la experiencia más dura e impactante de todo el viaje: la visita a una mina en activo. Concertamos la salida en una agencia regentada por una señora parlanchina. Consiguió que nuestro guía fuera Basilio, un joven minero que protagonizó hace seis años un documental impecable titulado ‘La mina del diablo’. A las nueve de la mañana estábamos ya en la oficina, donde ya esperaban otros turistas. Nos llevaron con una furgoneta a unos bajos cerca de la entrada de la mina, a sólo diez minutos del centro de Potosí, y allí nos pusimos un mono de minero, casco y botas. Nos mostraron la coca que compran los mineros (y que ya hacía días que consumíamos para evitar el soroche, o mal de altura), la dinamita con la que abren vetas, y el alcohol de 96º que beben dentro de la mina y que también ofrecen a El Tío, el diablo que los protege en el interior de la montaña.

En el Cerro Rico operan muchas cooperativas que venden el material a multinacionales y también a empresas bolivianas. Está agujereado como un queso gruyer y lleva más de cinco siglos ofreciendo minerales a los valientes que se adentran en él. En la entrada de las bocaminas se ven a grupos de mineros charlando y mascando coca. En un ritual que dura cerca de dos horas se llenan la boca de hojas de esta planta sagrada y después de beber alcohol entran para trabajar. Pueden hacer turnos de 8 a 24 horas en los que no ingerirán más alimentos que estas hojas. Entramos a buen ritmo por un túnel que nos llevaba a la oscuridad, aunque a medida que avanzábamos el techo se hacía más bajo y las paredes más angostas. Llegamos a andar 1,5 kilómetros montaña a dentro; como para que te de un ataque de claustrofobia estando en lo más profundo. En las laberínticas galerías por las que nos llevaba Basilio nos encontramos con mineros agotados que acababan el turno y salían hacía el exterior y también a otros que entraban para empezar su jornada laboral. Conocimos a varios chavales de apenas 15 años que llevaban todo el día picando piedra, y cada vez que pasaba una vagoneta cargada de material nos teníamos que hacer a un lado en el estrecho túnel para dejarla pasar. No quiero ni pensar que nos hubiera pasado si nos llega a alcanzar una por accidente. En la parte más profunda del recorrido, donde la temperatura llegaba a casi 40 grados, presencié una escena dantesca. En grupos de tres pudimos subir a otra galería (esta mina tiene unos 18 niveles) donde en un minúsculo espacio tres hombres de torso desnudo y sudoroso descargaban vagonetas repletas de comnplejo (piedras en las que hay varios minerales). El ruido ensordecedor, la humedad y la oscuridad hicieron de este lugar una pequeña parcela del infierno. Los tres mineros, concentrados en su trabajo y con la mirada ida, apenas nos respondieron algunas preguntas. Uno llevaba la nariz tapada con algodones ennegrecidos, y por sus cuerpos bajaban ríos de sudor marrón. Tal vez cuando estos tres esclavos salgan cada día de la mina y se tomen un vino en una bodega cercana vuelvan a ser personas, pero estoy seguro que lo que yo vi allí eran animales; auténticos animales trabajando en condiciones inhumanas en pleno 2012. Me dejaron descargar una vagoneta, y a la tercera palada noté como me faltaba el aire (estar en una mina llena de polvo a más de 4.000 metros de altura no es el lugar ideal para hacer esfuerzos). En ese instante me di cuenta que yo, a pesar de mi corpulencia, no aguantaría ni una sola jornada laboral en este lugar. ¡Y eso que uno de los tres mineros lleva 30 años en esta mina!

No todos los turistas que íbamos en el grupo quisieron presenciar esta escena. Y cuando ya llevábamos más de dos horas haciendo malabarismos por túneles bajos llenos de agua y cuyas paredes estaban recubiertas de amoníaco, Basilio dijo que era hora de salir, una decisión que fue recibida con aleluyas por parte de todos. Antes de volver a ver la luz del sol un chico argentino, Joan y servidor fuimos a ver con Basilio a El Tío. Este diablo, hecho de barro y rodeado de hojas de coca y botellas de alcohol como ofrendas, está presente en todas las minas. Su origen se remonta a la época colonial. Se ve que los españoles obligaron a los primeros indígenas a estar trabajando 18 horas al día durante medio año, sin salir. Algunos cuando salían (de los que sobrevivían), se quedaban ciegos al instante. Al cabo de un tiempo hubo una rebelión en las minas, en las que nunca entraba español alguno. Y a un tal Jorge, un colonizador encargado del cerro, se le ocurrió inventarse esta figura de diablo y amenazó a los esclavos de que si no trabajaban este Dios (a los que ellos llamaban Tios por no poder pronunciar la letra d) los castigaría. Y así, con amenazas infernales absurdas, los españoles consiguieron que la mano de obra minera continuara siendo gratuita por muchos más años. En la actualidad los mineros cobran un sueldo, aunque me parece un despropósito por el tipo de trabajo que realizan. Ganan según la cantidad de material que sacan; eso quiere decir que si no ha habido suerte ese día no cobras. Y lo que ingresan oscila entre 60 y 120 bolivianos diarios (entre 6 y 12 euros). No hace falta que diga que en caso de accidente o enfermedad aquí no hay seguro que valga. Visto lo visto, como para quejarnos estamos todos los demás. Con esta traumática pero interesante experiencia pusimos punto y final a nuestra visita en Potosí.

De Potosí a Sucre, cocapital de Bolivia…
Apenas tres horas de autobús separan la olvidada e indígena Potosí con la limpia y moderna ciudad de Sucre, sede del poder judicial y antigua capital de Bolivia. Esta linda ciudad fue nuestra siguiente etapa en tierras bolivianas, y a decir verdad, sus cuidadas calles y blancas casas nos ayudó (como mínimo a mí) a olvidar la visita a la mina. En Sucre, o por lo menos en su centro histórico, se vive bastante bien. Tiene plazas ajardinadas y sus calles gozan de semáforos que funcionan y a los que se obedecen, así como un mercado central que hace las delicias de todo turista. En él se puede almorzar un plato de carne completo por apenas un euro y beber un zumo de frutas natural por 30 céntimos de euro. Además de comer, es un lugar ideal para tomar fotos y ver cómo los sucreños se proveen de carne, jabón o verduras. Está claro que al comer en estos sitios uno compra todos los boletos de lotería para tener una gastroenteritis, pero, ¿quien se puede resistir a probar una deliciosa ensalada de frutas por medio euro? ¿Y quién puede negar a ir ver en tribuna un partido de alto nivel boliviano por sólo 4 euros?

…y de Sucre a Santa Cruz, la capital económica de Bolivia
Y tras unos días en Sucre compramos otros billetes de bus, esta vez con destino a Samaipata, un pequeño pueblo a unas doce horas de Sucre y a apenas tres de Santa Cruz de la Sierra. El viaje, que empezó a las cinco de la tarde, fue infernal. La carretera hasta Samaipata era mayormente de tierra, y en algunos tramos incluso de gravilla y piedras. A pesar de que los precipicios nos hacían de compañeros de viaje y que el camino era estrecho, el conductor del autobús decidió que no había motivos suficientes para ir lento. De este modo, los adelantamientos a camiones en curva se sucedieron repetidamente, así como los frenazos cuando en medio de una quebrada nos encontrábamos de cara con un camión. Se ve que en Bolivia los conductores tienen la sana costumbre de no avisar a los pasajeros que han llegado a su destino. Eso es lo que nos pasó a nosotros. Llegamos a Samaipata sobre las cuatro de la madrugada, pero como la mayoría de los pasajeros iban a Santa Cruz, los dos conductores se olvidaron de avisarnos y amanecimos en Santa Cruz. Al llegar a la estación nos quejamos, y los conductores ponían cara de joker mientras se encogían de hombros. No entendían que estuviéramos enojados y que exigiéramos un billete de vuelta a Samaipata. Sólo abrieron la boca para decirnos que ellos no están obligados a estar pendientes de parar, y que era responsabilidad nuestra avisarles cuando cruzáramos el pueblo. Por suerte en la estación de buses hay un servicio en defensa del usuario que intermedió con la compañía y nos ofreció un pasaje de vuelta para la tarde. Así que con varias horas muertas nos fuimos al centro de Santa Cruz, una ciudad gris que no merece más de medio día de visita.

Samaipata, una sorpresa agradable
Llegamos finalmente a Samaipata, catorce horas más tarde de lo previsto. Ya era de noche y teníamos que encontrar hostal. Tuvimos la suerte de preguntar a un chaval que iba en moto si conocía algún sitio donde dormir, y resultó ser español. Nos dijo que ya había más de quince españoles viviendo en este pequeño y acogedor pueblo y que hasta Samaipata habían venido personas de otras veinte nacionalidades. Nos recomendó el hostal Andoriña, un precioso lugar regentado por un holandés y su mujer bolivian. En Samaipata visitamos una antigua población Inca enclavada en una roca y paseamos por sus tranquilas calles. Nos sorprendió ver en una misma esquina una peluquería andrajosa y un local de copas moderno digno de estar en pleno Born de Barcelona. Aprovechamos para comer barato durante tres días y descansar en cómodas camas (en Sucre me tocó dormir en un plegatín en el que me salían las piernas por abajo).

Y tras pasar tres deliciosos días en este balneario que fue Samaipata, quisimos emular al Che en su viaje boliviano, donde un 8 de octubre de 1967 lo mataron. Y para ello nos dirigimos a Vallegrande y La Higuera. Pero eso son ‘figues d’un altre paner’ y será el siguiente post.

Lo mejor de Potosí:
La ciudad y sus iglesias
La visita a la mina
El carnaval minero

Lo peor de Potosí:
La inseguridad que hay según qué horas o días del año (como cuando se celebra el carnaval)
La miseria y suciedad que hay en algunos barrios
Su altura (más de 4.000 metros)

Precios de Potosí (1€=9 Bolivianos, BOB)
Una noche en el hostal Vicuña: 40 BOB
Museo de la Moneda: 40 BOB
Visita a la mina Rosario: 60 BOB
Entrada iglesia San Francisco: 15 BOB
Bus hasta el Ojo del Inca: 4 BOB
Cenar pizza: 30 BOB
Bus de Potosí a Sucre: 15 BOB
Desayuno de plato combinado: 10 BOB
5 globos de agua (en el carnaval): 1 BOB


Lo mejor de Sucre:
Su casco antiguo
El variado y barato mercado
Vivir un partido de futbol en el estadio
Es una ciudad bastante limpia y ordenada

Lo peor de Sucre:
En algunos lugares no parece Bolivia
La cantidad de indigentes que piden limosnas
No hay ningún bar local con cerveza fría
Los rarísimos horarios de sus museos

Precios de Sucre:
Una noche en el hostal San Marcos: 35 BOB
Un zumo natural: 3 BOB
Una rosquilla en la calle: 1 BOB
Entrada de tribuna para ver partido futbol de primera división: 40 BOB
Palomitas en el estadio: 1 BOB
Bus de Sucre a Samaipata: 50 BOB

Lo mejor de Samaipata:
La tranquilidad y seguridad
Los bares de comidas caseras

Lo peor de Samaipata:
Hay varios lugares sólo para guiris
A parte del fuerte no tiene muchos más atractivos

Precios de Samaipata:
Lavar 1 kg de ropa: 30 BOB
Cena o comida en restaurante local: 12 BOB
1 hora de internet: 8 BOB
Entrada al fuerte: 50 BOB
Una noche en el hostal Andoriña: 40 BOB

Documental imprescindible:
El minero del diablo
Fragmento en youtube

Audio:
Música andina

Atacama, el desierto donde nunca llueve (excepto cuando lo visita un servidor)

San Pedro de Atacama es un pueblo de calles polvorientas (o barro cuando llueve) lleno de turistas que vienen o van a Bolivia. Las agencias que organizan excursiones se propagan como setas y ofrecen salidas de un día a géisers, lagunas o valles. Llegué de noche y me recibió la lluvia, y eso que esta es la región más seca del mundo. Elegí el International Hostelling, y tras cenar un buen bistec con patatas en un bar, me metí rápidamente en la cama. A la mañana siguiente, durante el desayuno, conocí a una pareja de catalanes muy majos con los que sintonicé rápidamente. Decidimos alquilar unas bicis e ir a visitar el cercano Valle de la Luna. A la excursión se nos unió Gérome, un holandés parco en palabras pero legal. Nada más salir del pueblo me invadió una sensación de insignificante, pues nosotros cinco apenas parecíamos diminutas motas de polvo en medio de infinitas llanuras grises y montañas desnudas de vegetación de múltiples colores rojizos. Nos enfadamos un poco que nos hicieran pagar entrada para atravesar al valle, pero después de visitar la primera gruta de sal, justo en la entrada del mismo, el precio nos pareció una ganga. Alucinamos con las estalactitas de sal y los recovecos de la cueva, y pocos minutos más tarde nos quedamos sin palabras al observar la majestuosidad del Valle de la Luna desde un mirador. Continuamos la ruta en bici y no dejamos de hacer fotos al paisaje de Marte que nos rodeaba. Creo que gran parte de la belleza de esta zona se debe a que no se parece en nada de lo que había visto antes. Al anochecer, y cuando nuestro maltrecho culo empezaba a dar muestras de protesta, volvimos hacia el pueblo.

A la mañana siguiente decidimos alquilar bicicletas de nuevo, esta vez para visitar el Valle de la Muerte y para recorrer en sentido inverso el Valle de la Luna. Puede parecer estúpido visitar dos veces el mismo lugar, pero el rabioso sol que nos iluminaba por primera vez desde que llegamos a San Pedro de Atacama transformaba el paisaje completamente. Apenas nos encontramos otros turistas pedaleando bajo un sol de justicia por rectas kilométricas, y pudimos volver a hacer muchas fotos, esta vez con sol. Al volver al pueblo nos duchamos (en menos de tres minutos, como pedían los carteles que decoraban los baños) y cenamos un bocadillo en un bar.

Cruzando a Bolivia en un jeep
Y el tercer día Lázaro no se levantó, pero nosotros iniciamos un viaje de tres días que nos llevaría hasta la boliviana población de Uyuni. Habíamos contratado un tour con la agencia Estrella del Sur (altamente recomendable) después de contrastar muchas agencias y presupuestos, y el 1 de febrero un pequeño autobús nos trasladó hasta la cercana frontera con Bolivia. Allí, en un prado a más de cuatro mil metros de altura y rodeados de montañas nevadas, almorzamos un pic-nic y nos dividimos en jeeps, no sin antes sellar el pasaporte en una garita tercermundista regentada por un par de agentes aduaneros bolivianos ansiosos de sobornos y presidida por una gran foto de Evo Morales. En nuestro coche viajamos durante los tres días Joan y Esther, un par de chicas noruegas bastante remilgadas y yo. Esa primera mañana hicimos varias paradas en el Parque Nacional Eduardo Avaroa, y cada sitio parecía ser más bonito que el anterior. Llegamos a la hora de comer a una especie de campamento improvisado en medio de la nada, donde disfrutamos de un puré de patatas con salchichas. Dormimos una siesta y luego nos acercamos a la laguna Colorada, donde los preciosos flamencos, ajenos a los turistas que nos agolpamos a la orilla, fueron las víctimas de nuestras últimas fotos del día.

Durante el segundo día paramos en el árbol de Piedra y el Valle de las Rocas antes de llegar al primer pueblo boliviano: San Cristóbal. Casualmente estaban celebrando la fiesta de la Candelaria, y una orquestra de estética medieval hacía las delicias de unos cuantos vecinos borrachos que se entregaban a unas canciones infumables cantadas por una no menos hortera vocalista. El resto del pueblo, ellas vestidas con traje tradicional, coletas largas y sombrero y ellos de chándal o traje antiguo y arrugado, observaban la escena. Después de disfrutar de los primeros paisajes bolivianos nos tocaba ahora deleitarnos con el paisaje humano, y llegar a San Cristóbal (población aislada que vive básicamente de unas minas cercanas) en fiestas fue un auténtico chute de Bolivia. Pero apenas media hora después de llegar, Ever, nuestro conductor guía (al que le lo apodamos whatever, forever, however etc), nos hizo la señal de que debíamos continuar hacía Uyuni, cada vez más cerca. Y a Uyuni, la ciudad pegada al salar más famoso del mundo, llegamos de noche. Nos instalamos en el modesto pero confortable hostal La Roca y fuimos a cenar todo el grupo, entre los que se encontraban franceses, alemanes e ingleses, y con los que entablamos una amistad tan corta como intensa.

Salar de Uyuni
Y el último día, el más esperado por todos, era cuando tocaba visitar el salar de Uyuni, una mancha de sal de más de 12.000 kilómetros cuadrados. El despertador sonó a las 4 AM, ya que la intención era ver amanecer rodeados de sal. Y el madrugón mereció la pena. Ni el escritor más avezado ni el fotógrafo más creativo podrían describir lo que se siente al ver alzarse el sol en medio del salar, donde el blanco de la sal y los reflejos del agua hacen que cielo y tierra converjan y el horizonte desaparezca. Desayunamos en el museo (de sal, cómo no) y luego hicimos las clásicas fotos jugando con la perspectiva. Más tarde nos subimos al techo del Jeep (ése día se nos unió Kaman, una curiosa y divertida chica de Hong Kong que merecería un post entero) y empezamos a surcar el salar inundado de agua. A partir de ese momento no hubo apenas espacio para conversaciones o bromas, ya que todo nos quedamos sin habla. Parecía que el coche fuera una barcaza que se deslizara con calma por un mar de sal, mientras el sol castigaba la superficie y unos pocos hombres cubiertos de cuerpo entero amontonaban este mineral en columnas para más tarde venderlo en Uyuni. Fotos, fotos y más fotos. Exclamaciones de sorpresa y bandadas de flamencos volando al raso. Y antes de dejar atrás este precioso y onírico paraje pudimos descalzarnos y pasear por el salar. El sol nos quemaba la cara mientras los pies, congelados por la frialdad del agua, pisaban los duros cristales de sal. Y así, con el la piel roja, la ropa manchada y encartonada por la sal y una sonrisa de oreja a oreja dijimos adiós al Salar de Uyuni, tal vez el paraje más bonito e insólito en el que he estado nunca.

Lo mejor del San Pedro de Atacama
El paisaje desolador de los valles y el desierto que lo circundan
Alquilar bicicletas a buen precio y recorrer las inmediaciones
El ambiente que se respira en el pueblo

Lo peor de San Pedro de Atacama
La racionalización del agua
Los precios de todos los productos y el abuso de comisiones en el cambio de divisas

Precios de San Pedro de Atacama (1€=640 Pesos chilenos)
Una noche en el hostel IH: 7.000 Pesos (para socios)
Cena completa en el restaurante El rincón de Carmen: 6.600 Pesos
Entrada de estudiante en el Valle de la Luna: 1.500 Pesos
Medio día de alquiler de bicicletas: 3.000 Pesos
Pollo con papas: 2.200 Pesos
Viaje de tres días a Uyuni con todo incluido: 68.000

Audio: Te recuerdo Amanda (Víctor Jara)

07 febrero 2012

De vinos y quebradas

A pesar de que los trámites burocráticos para cruzar la frontera chileno-argentina son una prueba de fuego para el más paciente (ya lo he dicho varias veces en este mismo blog), vale la pena llegar a Mendoza procedente de Santiago en autobús. El motivo es la serpenteante carretera que asciende los Andes y que regala unas vistas maravillosas a los sufridos pasajeros.

Nada más pisar Mendoza miré el correo en la misma estación de autobuses y comprobé que Agustín, un coach a quien le había pedido sofá con poca antelación, me invitaba a ir a su casa. Tomé un autobús urbano y llegué a su minúsculo piso, que me recordó mucho al mío de Barcelona. Después de charlar un rato salimos a pasear por la ciudad y cenamos un super pancho (un perrito caliente) regado con cerveza Andes. A la mañana siguiente me desplacé al vecino pueblo de Maipú, zona vinícola por excelencia. En las viñas de esta región se produce más del 70% del vino argentino. Ya en Maipú alquilé una bicicleta y me dispuse a pasar el día de bodega en bodega. Visité unas cinco, y en cada una de ellas caté algún caldo, evidentemente los más malos que tenían. Aprendí algunas cosas sobre el vino y las plantaciones, pero las explicaciones de los guías dejaron bastante que desear. A parte de vino también probé diferentes tipos de aceite y mermeladas. Volví haciendo eses al local que me había alquilado la bicicleta y llegué al centro de Mendoza ya negra noche, donde cené en un bareto.

La mañana siguiente visité el bullicioso y cuadriculado centro de Mendoza, pero a mediodía tomé otro autobús, esta vez dirección a Salta, el noroeste argentino. Mientras leía y esperaba la salida de mi autobús un par de chavales me intentaron hurtar la mochila pequeña que tenía cerca de los pies, pero al darme cuenta se fueron a paso rápido por donde vinieron.

El noroeste argentino
Tenía muchas ganas de visitar la ciudad de Salta y recorrer las quebradas norteñas antes de salir definitivamente de Argentina. Me habían hablado muy bien de la zona, y algunas fotografías que había visto lo corroboraban. Los bajos precios de los hostales y la comida ayudaron a que tuviera aún más ganas de conocer esta parte del país.

Llegué una nublada mañana a la estación de autobuses de Salta, y mientras me dirigía a pie al centro, donde se concentran la mayoría de los hostales, me crucé con los paisanos que iban a sus trabajos o quehaceres. La primera impresión que tuve de la ciudad fue muy positiva. Me gustó pasear por sus calles y contemplar edificios históricos; ver a los lugareños pasear y comer helados en las plazas y parques y perderme entre la multitud en las calles peatonales que conforman el centro comercial. Me impresionaron la catedral y la iglesia de San Francisco, así como el Museo Arqueológico de Alta Montaña (MAAM), donde se puede contemplar la momia de un niño inca de siete años que enterraron vivo hace cuatro siglos en la cima de una montaña a más de seis mil metros de altura. Algo más bajo es el cerro de San Cristóbal, donde subí a pie para contemplar la ciudad. Y después del esfuerzo pude comer una milanesa con papas en el mercado central, a más de cuarenta grados, por apenas 3 euros.

Como los paisajes que rodean Salta también son de gran atractivo contraté dos excursiones con una agencia para poder visitar Cachi (sí, es chachi) y la quebrada de Humahuaca. En la excursión del primer día cinco argentinos y servidor llenábamos un nuevo y moderno monovolumen, manejado por un guía encantador y muy culto llamado Ariel. Subimos por la cuesta del obispo hasta llegar a los 4.000 metros de altura, y una vez allí cruzamos el parque Nacional de los Cardones, donde hay una recta de más de 15 kilómetros (trazada inicialmente por los Incas) y millones de cactus. La excursión acabó en el bonito y pequeño pueblo de Cachi, donde a pesar de la invasión turística que sufre cada mañana mantiene aún su espíritu rural y tranquilo. En Cachi y en Salta fue donde empecé a ver población indígena, vestidos con sus atuendos tradicionales y dedicados a la vida de campo. A estas alturas aún me sorprende que la gente con la que coincidí en un comedor muy económico en Cachi, por ejemplo, sea tan argentina como los ejecutivos con blackberry que andan apresurados por el centro de Buenos Aires.

La segunda excursión fue a la espectacular quebrada de Humahuaca, un paraíso para cualquier geólogo. También me tocó madrugar, y el inicio del día se me hizo duro, ya que la noche anterior conocí a Víctor y Carlos, un par de madrileños muy majos que están estudiando en Buenos Aires y con los que me fui de parranda. A nosotros tres se nos unieron un par de argentinas y un mago belga, que con los trucos de cartas se ligó a una de las argentinas, y todos juntos nos fuimos a ver el desfile de carnaval que se organizaba en un barrio de Salta. Disfruté harto de ver como niños y jóvenes disfrazados con trajes regionales (algunos parecían Power Rangers) vivían su momento de gloria para el cual habían preparado diferentes coreografías durante todo el año. Otro elemento diferenciador es el spray de nieve. Es tradición en estas zonas comprar sprays y rociar con espuma a la gente. Nos faltó tiempo para armarnos con un bote cada uno y librar la guerra a cualquiera que se nos cruzara por la calle. Y aunque no es muy agradable que se te llene la boca o los ojos de espuma, es muy divertido sorprender a desconocidos.

Pero volvamos a Humahuaca. Las primeras dos horas en autobús me sirvieron para dormir y amortiguar la resaca, pero una vez en la primera parada, el pueblo de Purmamarca, abrí bien los ojos para observar los caprichosos colores de las montañas. En la quebrada paramos para hacer fotos a joyas naturales que reciben el nombre de Paleta del Pintor o la roca de Siete Colores, además de visitar un pueblo pre Inca: el pucara de Tilcara, desde donde se divisa gran parte de la quebrada. En el pueblo de Humahuaca, donde acabamos la excursión antes de volver a Salta, probé la carne de llama, que es parecida a la ternera pero que no contiene nada de grasa, y me sobró tiempo para deambular por sus calles bajo un sol de justicia.

Esa misma noche volvimos a salir de fiesta, aunque antes me metí entre pecho y espada mi último bifé argentino. Cenamos en un restaurante donde artistas locales hacían espectáculo de música folklórica y luego acabamos en una discoteca al uso. Y sin pasar por cama agarré mis bártulos puse rumbo de nuevo a Chile, esta vez a San Pedro de Atacama, donde se encuentra el desierto más seco del mundo.

Lo mejor de Mendoza
Los vinos
El Aconcagua (que no subí)
Tomar una cerveza en el centro

Lo peor de Mendoza
No hay muchas cosas que hacer en la ciudad

Precios de Mendoza (1€=5,5 Pesos argentinos)
Bus local 1,4 Pesos
1 choripán: 7 Pesos
Alquilar una bici en Maipú: 25 Pesos
Cata de vinos en cualquier bodega: 20 Pesos
Bus de Mendoza a Salta: 472 Pesos

Lo mejor de Salta
El centro de la ciudad
La catedral
La iglesia de San Francisco
El Museo de Arqueología de Alta Montaña
Las vistas desde el cerro de San Cristóbal
Sus empanadas
La fiesta de la calle Balcarce
Su carnaval
La amabilidad de su gente
Los precios (por fin) económicos
Los paisajes de TODA la región

Lo peor de Salta
Es caro llegar desde el sur
Cierto caos y desorden
Algunos puntos de la ciudad están sucios

Precios de Salta (1€=5,5 Pesos argentinos)
Una noche en el hostal Huasi Sol: 50 Pesos
Un plato combinado en el mercado: 15 Pesos
Cena a base de empanadas: 30 Pesos
Una excursión a Humahuaca + excursión a Cachi (dos días): 320 Pesos
Una carrera de taxi: 6 Pesos
Entrada al Museo de Arqueología de Alta Montaña: 10 Pesos (con carnet estudiante)
Lavandería: 30 Pesos
Comer llama a la cazuela: 40 Pesos
Bus de Salta a San Pedro de Atacama (Chile): 250 Pesos

01 febrero 2012

Una pequeña cata de Chile

Aunque apenas tenía un esbozo mental de qué ruta debía tomar en cada momento antes de llegar a Sudamérica, lo que tenía claro es que quería visitar tanto Argentina como Chile. Los dos países me parecen interesantes, tanto por su estrecha vinculación con la cultura española como por sus preciosos paisajes, pero una vez sobre el terreno me he dado cuenta que tenía que elegir uno u otro. Por comodidad y precios he acabado eligiendo Argentina. Así pues, en lugar de ir entrando y saliendo de ambos países he hecho sólo una corta incursión a la tierra que vio nacer al ahora venerado Alexis Sánchez (quien abre cada día los noticiarios chilenos).

Valdivia
Dejé Bariloche una fría mañana, cuando aún no estaban puestas las calles. Aunque me desperté con tiempo suficiente, tardé más de la cuenta en llegar a pie hasta la estación de autobuses, por lo que casi pierdo el bus que me tenía que trasladar a Osorno (Chile). A veces se agradece que en estos países la formalidad brille por su ausencia, ya que si me hubiera pasado esto mismo -llegar tarde- en Finlandia me habría quedado en tierra. Una vez en Osorno bajé del autobús y entré en la terminal, de la que salí dos minutos más tarde con un pasaje nuevo, esta vez rumbo a Valdivia. Cinco minutos después de llegar a Osorno lo estaba dejando atrás, ya que por lo que pude leer por internet y en la guía, Valdivia me ofrecía mucho más que esta mediana ciudad del interior. Y así fue. Nada más llegar a Valdivia busqué alojamiento, como es normal, y muy cerca de la estación encontré un hospedaje, Aredi. Se trataba de una casa en la que vivía una familia un tanto bizarra que alquilaba habitaciones (o piezas, como dicen por estos lares). A mí, por ir solo, me dieron la más pequeña, y resultó ser la típica despensa minúscula donde se guardan productos de limpieza y comida envasada reconvertida en habitación. La cama ocupaba toda la estancia, y la puerta no se podía abrir del todo porque se lo impedía el somier. A pesar de estas reducidas dimensiones y de que no contara con ventana alguna, me sentí bastante a gusto en el zulo.

La ciudad de Valdiviaes de tamaño medio y bastante agradable. Está cerca del Pacífico, y por ella transcurre un río por el que la gente pasea en piragua (los locales) o patinetes (los turistas). Tiene bastantes comercios y alguna plaza agradable en la que descansar y ver pasar la vida. Relativamente cerca hay una fábrica de cerveza (Kunstmann), y algunas compañías hacen tours con barcas hasta la desembocadura. De lo que más me gustó de la ciudad fue su ambiente marinero y volver a comer pescado. Después de una dieta forzada a base de más empanadas que de carne, fue un auténtico placer deambular por el mercado central y comer en una mugrienta tasca una buena merluza con acompañamiento. La cerveza, como ya me he habituado, de litro. Aunque en Chile se coma más pescado que en Argentina, me sorprende aún que en estos países, con miles de kilómetros de costa, no consuman pescado. En Argentina, por ejemplo, aún no he vito ni una pescadería.

Si no es aquí es en Pekín,
y si no, en Pucón

Y tras un par de días en Valdivia tocaba mover ficha de nuevo, tal vez más rápido de lo que me hubiera gustado ya que quería estar para mi cumpleaños en Santiago. Antes de llegar a la capital decidí parar en Pucón, una tranquila población a los pies del volcán Villarica y rodeado de parques naturales. En esta época del año Pucón es un hormiguero de turistas que quieren subir al volcán, hacer rafting o trekking. Después de preguntar precios me decanté por la opción más barata, es decir, tomar un bus urbano y acercarme al Parque Nacional de Huerqueue, donde tras pagar una entrada el doble de cara que los nacionales (y este extremo ya me empieza a tocar la moral) pude pasar un fantástico día entre lagunas y bosques. Me sorprendió que, tal y como me había sucedido en Argentina, a pesar de ser pleno verano pude pasar el día entero en el parque sin apenas cruzarme con más personas. Las lagartijas, sin embargo, abundaban.

Y una vez agotadas las opciones baratas de Pucón agarré un autobús nocturno para llegar a Santiago, la capital del país. La primera impresión que tuve de la ciudad confirmó lo que ya sospechaba: Santiago es una moderna ciudad, limpia y cívica, con amplias avenidas y adornada con una permanente neblina de contaminación. Los días que pasé en Santiago estuve alojado como un marajá en casa de Gerard, que muy a su pesar se ha convertido después de cuatro años en un chileno más. Gerard vive en Las Conde, una gran barriada de clase media-alta. Pude pasear con él por su barrio y también por algunas zonas pudientes, donde fuimos a cenar un par de veces, y me sorprendió el lujo de los edificios y lo meticulosamente cuidadas que estaban las calles. Evidentemente Santiago tiene barrios más humildes y su ración de zonas peligrosas, pero no las visité. Adonde sí fui, en cambio, es a la plaza de la Moneda, donde hace 32 años Allende se suicidó después de un golpe de estado perpetrado –entre otros- por un malnacido apellidado Pinochet. El palacio no se puede visitar, pero pude gozar de un magnífico Museo de la Memoria, donde el visitante se puede hacer una idea de lo dura que fue la dictadura militar y conocer algunos de sus métodos de tortura. También visité La Chascona, una de las tres casas que tuvo el poeta nacional Pablo Neruda. Esta casa, situada en los pies del cerro San Cristóbal, está conformada por tres módulos diferentes y cada estancia está repleta de objetos que fue coleccionando a lo largo de su vida. Desde este mismo cerro, al que subí en funicular, pude contemplar la infinita extensión de edificios que conforman la ciudad de Santiago, así como las montañas pre andinas que la rodean.

Una escapada a Valparaiso
La anodina Santiago contrasta con Valparaiso, una ciudad de tamaño medio que se asoma al Pacífico. Allí me fui a pasar el día y a comer otra vez pescado. Me encantó la decadencia que se respira en lo que un día fue uno de los puertos más importantes de América. Las casas de colores se suceden a lo largo de los muchos cerros que rodean el centro, y unos ajados funiculares llevan a turistas y vecinos a las zonas más altas, desde donde se puede gozar de una vista preciosa de la ciudad. Abundan maleantes en la zona del puerto, pero también pequeñas galerías de arte y ateliers en las barriadas empinadas. Aunque Valparaiso no gusta a muchos, me pareció una ciudad interesante y llena de vida; de artistas y vividores, y un fantástico lugar donde pasear un día entero.

El día de mi 29º cumpleaños, que cayó en sábado, fui a cenar con Gerard, su novia y la madre de ésta (que también estaba de visita) y unos amigos suyos a un restaurante indio de lujo. Me regalaron por sorpresa una camiseta de latín lover negra (siempre se agradecen los regalos sorpresa y más si es el único que se recibe) y la gozamos charlando con los amigos mexicanos y colombianos. La velada la acabamos en casa de uno de los del grupo, bebiendo cerveza y escuchando Antònia Font, uno de los grupos favoritos del mexicano, de quien se sabía de memoria las letras. Cosas surrealistas que le suceden a uno viajando. Y después de estar pocos días en Chile crucé de nuevo los Andes para poder beber buen vino en Mendoza. De eso hablaré en unos días.


Lo mejor de Chile
Es un país cívico, ordenado y desarrollado
Buenas comunicaciones
Grandes paisajes (y muy diferentes) y bonitas poblaciones de costa
Comen más pescado que en Argentina
Santiago es una buena ciudad para vivir, pero muy modesta para hacer turismo

Lo peor de Chile
No es un país barato
Cuesta entender a los chilenos
Santiago está permanentemente contaminado

Precios de Chile (1€=640 Pesos Chilenos)
Menú en mercado de Valdivia: 4.600 Pesos
Habitación zulo en Valdivia: 5.000 Pesos
Hostal en Pucón: 8.000 Pesos / noche
Entrada Parque Nacional Huerqueue: 4.500 Pesos
Bus de Pucón a Santiago (12 h): 13.400 Pesos
Billete de metro en Santiago: 580 Pesos
Entrada de estudiante a la casa de Neruda: 1.500 Pesos