21 enero 2008

Weekend

El primer fin de semana en la ciudad ha sido muy relajante. Tampoco tenía otra opción, ya que si a la poca pasta que tengo ahora en el banco le sumamos los pocos conocidos con los que cuento y lo aderezamos con una moto que aún no tengo, el resultado no podría ser otro. Pero no me quejo. Creo que los primeros días hice un mal enfoque de la situación. Esperaba tener muchos planes desde el primer día, y muchos amigos con los que congeniar nada más llegar. La ausencia de los verdadoros, de la familia y de alguien más me causaron una sensación de desamparo que desconocía. Esto no es un Erasmus. De hecho, el primer viernes que salí estando yo en Roma vomité en el coche de un amigo volviendo de beber vinos de Frascati.
Pero volvamos a Nueva Delhi. El sábado me fuí al mercado y finiquité el tema de internet, como ya he comentado aquí. Y el domingo me levanté muy tarde, siguiendo mi kharma interior y haciendo gala de la pereza que me ha acompañado toda la vida (25 años, que no son pocos). Si bién me levanté tarde de la cama, me desperté mucho antes. Y es que en el gigantesco patio de escuela al que da la ventana de mi habitación los indios locales tienen por costumbre jugar infinitas partidas al criquet todos los domingos. Por los gritos que dan, bien podría parecer otro deporte. Pero no. Es criquet.
Así que una vez levantado me dispuse a leer la prensa online. La española. Y debo reconocer que es un placer. No sé qué haría sin internet a estas alturas.
Me comí mi ración de Chocos (aquí van a precio europeo pero con la diferencia que están caducados) y me tomé mi vasito de zumo de rigor. ¡Cómo añoro mi Granini Multifrutas, Dios!
Las horas pasaban y yo seguía en pijama. Tampoco tenía intención de hacer gran cosa, pero sí estaba dispuesto a jugar un partidillo de futbol en un parque tal y como me prometió el colectivo español. Pero su llamada no llegó. Sí lleguó, en cambio, otra llamada que me invitaba para ir al cine.
Me vestí con mi nuevo kurta (no veáis lo que abriga la horterada esta) y me planté en la calle para pedir un rickshaw (pero de los de motor).
Llegué al Habitat Centre con unos 15 minutos de antelación. Este lugar es en realidad un edificio de ladrillos descomunal que alberga oficinas, restaurantes, ONG's y hasta un auditorio. Está muy cuidado, tiene párking y numerosas plantas y estanques en su interior. Su nombre le está al pelo, porque es de lo poco "habitable" que ofrece esta ciudad. Fue en el auditorio donde vi una película documental chilena sobre la dictadura de Pinochet. Una joven directora había seguido los últimos pasos de una amiga íntima de su madre antes de que acabaran con ella.
Al pase, totalmente gratuito, se apuntaron Manoj, Agus, Sara y Luca, un tipo bien majo que está trabajando para la ONU.
Después del film fuimos a un restaurante del recinto. Sin quererlo, pero sin tiempo para salir a la calle y buscar otros (Habitat Centre está situado en una zona un poco desangelada), nos metimos en un gran comedor al que daban cuatro retaurantes diferentes, de comida rápida. Uno era de comida china; otro de india; otro de americana y el cuarto no recuerdo qué gastronomía pretendía imtiar. Cada uno de estos locales era como un pequeño McDonald's en el que hacías tu pedido y te daban un número con el que lo podías recoger. Las viandas no eran muy suculentas, pero hice gala de mi glotonería y me terminé hasta la útlima miga. Eso sí, por la noche tuve ardor de estómaco.
Al finalizar la cena nos despedimos y tomé, una vez más, un rickshaw para volver a casa. Era casi medianoche cuando al vehículo, que circulaba a toda leche, se le salió un parachoques trasero al pasar por un bache más profundo que los demás. Mientras yo me congelaba dentro del carro, el conductor, ataviado con el forro polar negro-roñoso que visten todos los chóferes nocturnos, arreglaba el desaguisado atando la ferralla al vehículo con un trozo de tela mugrienta.
A los pocos minutos estaba en casa y leyendo un mensaje en mi móvil indio. Era Shilpi que, adelantándose a todo el mundo, me felicitaba por mi cumpleaños.

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