Tardaron en traer el plato, pero finalmente llegó. Lamento no haber escrito nada en muchos días.
Tras acabar la reponedora estancia en Isla del Sol se me planteó un dilema: volver a La Paz y esperar al domingo para presenciar un show de cholitas (que me apetecía mucho) o tomar un bus directo (que pararía en Puno) que me llevaría Cuzco. Finalmente, las ganas de entrar en Perú, de probar la gastronomía del país de Vargas Llosa y de ver el mayor legado Inca, el Machu Picchu, descompensó la balanza para seguir con la ruta hacia el norte.
En Copacabana compré un billete de bus a Cuzco. Antes de llegar, sin embargo, tuve que cruzar la frontera en medio del Titicaca entre cerdos y gallinas y cambiarme de bus, de uno viejo a uno polvoriento. Llegué a la antigua capital inca del reinado Tahuantinsuyo el sábado por la noche, y un taxi me escupió pasada la medianoche en medio de su espectacular plaza de Armas iluminada, cuando turistas y locales llevaban horas de botellón en las callejuelas aledañas. Me abrí paso como pude y acabé encontrando un hospedaje muy barato a solo media calle de la plaza. No había huéspedes (es una suerte viajar en temporada baja), sólo un vigilante de manual, con gafas caídas, barba de seis días y amante de los crucigramas. Me instalé en una sórdida habitación las paredes de la cual estaban adornadas por manchas de moho y calendarios viejos, y en poco tiempo me quedé dormido. A la mañana siguiente salí a buscar un sitio mejor que tuviera internet, y lo encontré. Se llamaba Andrea, y sus dueños fueron muy amables conmigo.
Cuzco me encantó. Me recordó bastante a las históricas ciudades españoles por las que paseas horas y horas deleitándote con las casas señoriales de balcones de madera tallada. Pero la gracia de Cuzco no son sólo estas casas coloniales (algo bueno dejaron los conquistadores), si no la mezcla de épocas y estilos. En una misma calle se pueden ver casas y muros construidos por culturas preincaicas, otras hechas por los propios incas y unas terceras levantadas por los españoles. En algunos casos los tres estilos se dan en un mismo edificio. La cuarta etapa, la actual, es pura bazofia. Me ha quedado claro que las construcciones que se hacen hoy día en Sudamérica (principalmente Bolivia, Paraguay y Perú) son de denuncia: ladrillos, más ladrillos y colores chillones sin ton ni son.
Pero volvamos a Cuzco. A pesar de mi aspecto cada vez más viejuno pude hacerme pasar por estudiante y comprar por apenas ocho euros un abono que me permitía entrar a cuatro lugares histórico-religiosos de la ciudad: la catedral; la iglesia de San Blas; la iglesia de la Compañía de Jesús y el Arzobispado. No sólo me sorprendieron sus interiores y trabajadas fachadas, también que en cada lugar el visitante pueda hacer uso de audio guías de manera gratuita. Las voces, sin embargo, no eran del todo neutrales, y en demasiadas ocasiones se oía hablar al obispo de la ciudad –con un claro acento español de España- del legado artístico común que dejaron de manera “pacífica” las culturas incas y la española. Vaya, presentaban a Pizarro y compañía como unos adalides del diálogo y respeto de los pueblos indígenas.
También visité barriadas no tan bonitas como el centro pero mucho más auténticas, donde era difícil encontrarse con turistas de sandalias y calcetines blancos. Disfruté desayunando y paseando por el mercado de San Pedro, donde me zurcieron unos pantalones por unos 40 céntimos de euro, y observando la ciudad desde las colinas que la circundan.
Conociendo la Montaña Vieja y la Montaña Nueva
El asalto al Machu Picchu (Montaña Vieja) lo hice de la forma más barata (y larga) posible. Tomé un autobús de línea a las ocho de la mañana que me dejó en Santa María. El viaje fue tan espectacular como arriesgado, y creo que ha sido uno de los momentos en los que he pasado más miedo de todo el viaje. El trayecto apenas duró cuatro horas, pero fueron suficientes para que refrescara de memoria todos los ave marías que aprendí inconscientemente de niño. El conductor, un suicida de carnet, manejaba el autobús a velocidades de infarto por carreteras estrechas que perfilaban impresionantes precipicios sin quitamiedos. Por si eso fuera poco, gran parte del viaje nos vimos envueltos de una espesa niebla, lo que propició que cada pocos minutos el bus diera un frenazo para evitar colisionar de frente contra otros autobuses o camiones. Y para acabar de hacer el viaje imborrable, tres charlatanes vendedores de humo nos dieron la lata durante horas. Uno se hacía el gracioso y vendía caramelos; otro estuvo más de una hora promocionando unas pastillas que curaban la calvicie; el colesterol; el estrés; la tensión y hasta el cáncer (todo la misma píldora); y el tercero vendía un yingseng milagroso que contrarrestaba las partículas “cancerígenas” que ingerimos cuando bebemos Coca-Cola o comemos carne (sic). Al principio estos vendedores hacen hasta gracia, pero a estas alturas molestan más que otra cosa.
Contra todo pronóstico llegamos a Santa María, y allí tocaba agarrar un taxi que me llevara al siguiente pueblo, Santa Teresa. Me junté con un colombiano tocayo y esperamos a otros turistas para llenar un vehículo. Antes de salir me encontré con la simpática pareja de franceses que conocí en el salar de Uyuni, y nos pusimos al día de nuestros viajes. Por fin llenamos el coche: dos delante, cuatro atrás y una pobre mujer local en el maletero. Y otra vez a pasar miedo. ¿Cómo? Pues con una conducción agresiva por carreteras más estrechas aún al lado de precipicios. Por fortuna, este trayecto lo cubrimos en apenas una hora. El último tramo, para el cuál también necesitamos de la colaboración del gremio de taxistas mafiosos de la zona, fue hasta la central hidroeléctrica, y demoró apenas media hora. Una vez allí se acababa la carretera, así que una pareja de chilenos, el colombiano y servidor nos pusimos a andar por las vías del tren hasta llegar a Aguas Calientes, el pueblo más cercano al Machu Picchu. El paseo, de un par de horas, es precioso, ya que la vegetación es totalmente selvática y vas vadeando un río muy crecido en esta época del año. Y diez horas más tarde de salir de Cuzco llegamos a Aguas Calientes, donde pudimos encontrar un hostal barato y con wifi! Todo un lujo viniendo de Bolivia. Cenamos barato y a las nueve de la noche ya contábamos ovejas.
Tanto Daniel (el colombiano) como yo teníamos entrada para el Machu Picchu y el Huyna Picchu (Montaña Nueva), así que decidimos llegar al parque cuando lo abrían. Hay un servicio de buses lanzadera que cuestan la friolera de nueve dólares, así que decidimos subir andando. Nos pegamos una buena paliza nocturna, pero a las 5:40 horas éramos los primeros en llegar a las puertas de la ciudadela. Estuvimos paseando encantados hasta las siete, que es cuando pudimos subir junto a otros doscientos afortunados al Huyana Picchu. Tengo comprobado que los Incas eran unos cracks haciendo paredes, pero los escalones no eran su asignatura fuerte. A pesar de la dureza de la subida, es muy bonito ganar altura por caminos que se crearon hace seis siglos mientras se observan las impresionantes montañas cubiertas de niebla. Estuvimos en la cima unas tres horas, esperando básicamente a que el día se esclareciera y pudiéramos ver la majestuosidad del Machu Picchu a nuestros pies, y eso sólo ocurrió casi al mediodía y durante pocos minutos. Hicimos las fotos de rigor y volvimos a la ciudadela, donde tras regatear un poquito conseguimos que una mujer nos hiciera una visita guiada de un par de horas por seis euros cada uno. Aunque nuestra guía era muy simpática, no sabía mucho más del recinto que una persona que se haya memorizado la página de wikipedia, pero disfrutamos como auténticos arqueólogos cada rincón de la ciudad que antaño fue poblada por la élite Inca. Para comer nos desplazamos unos doscientos metros de la entrada del parque y almorzamos a precio normal en el restaurante de los trabajadores, mientras a los turistas les cobraban cuatro euros por una Coca-Cola pequeña (aquí eso es una barbaridad).
Y tras 12 horas en el parque, cuando ya no se veía un alma entre las terrazas de césped e iban a cerrar las puertas, emprendimos el camino de vuelta a Aguas Calientes. Pero había que añadir un poco de dramatismo a la situación, de lo que se encargó la Madre Naturaleza regalándonos una tormenta de aúpa. El resultado fue que llegamos empapados al hostal y mi I-Pod sufrió un coma que le duró varios días. Tras una reparadora ducha y una cena de menú nos volvimos a acostar en horario infantil, puesto que a la mañana siguiente tomábamos el tren que nos devolvería a Cuzco y que salía a las cinco de la mañana. Y la siguiente etapa se podría resumir en dos conceptos: un autobús y muchas horas. Y es que me pasé casi dos días viajando para llegar al norte del país, donde fui a disfrutar de solitarias playas con mi pareja de abuelos favoritos: Joan i Esther.
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