Los mismos ciudadanos de Brasilia se sorprendían que fuéramos a visitar su ciudad. La opinión de todos los brasileños con los que nos cruzamos fue unánime: es una ciudad que no merece la pena. Nosotros, en cambio, teníamos ganas de pisar la urbe que se inventaron hace algo más de cincuenta años el arquitecto Oscar Niemeyer y el urbanista Lucio Costa. No sólo queríamos visitar el parlamento brasileño, en el imaginario colectivo de todos, sino también queríamos saber cómo se vive en una gran ciudad creada en 41 meses donde antes sólo había tierra y matorrales.
Llegamos a la capital a media tarde y bastante cansados. No habíamos tenido suerte con la gente del couchsurfing (todo el mundo tenía mucho trabajo o gente de visita en casa) y la ciudad carece de alojamientos de bajo presupuesto. Esto, unido al frío y mal tiempo que nos seguía, hizo que decidiéramos comprar un billete para la noche siguiente con destino a Campo Grande. Así pues, dormiríamos en la moderna estación de autobuses.
Dejamos las maletas en la consigna más cara del país y cogimos el metro hasta el centro, donde hicimos un safari fotográfico nocturno. Brasilia tiene forma de avión, y en el fuselaje es donde se construyeron los edificios de negocios, hoteles y sobre todo los edificios gubernamentales. La cabina del avión es la plaza de los tres poderes. Allí se haya el Tribunal Federal Supremo (Justicia), el Palacio de Planalto (del Ejecutivo) y el Parlamento (Congreso y Senado). Antes de llegar a esta plaza se encuentran a ambos lados de la gran avenida los bloques (todos iguales) que albergan los ministerios.
Disfrutamos con la buena iluminación nocturna de la ciudad. De noche destacan el Parlamento, el ministerio de Asuntos Exteriores (Itamaraty) y sobre todo el Palacio Planalto. En los edificios más importantes de la ciudad el color predominante (y único) es el blanco, una decisión que encaja perfectamente que la sobriedad de formas. Y después de una buena caminata y muchas fotos decidimos comer unos pinchos callejeros y volver a la estación. Allí compartimos noche y frío con algunos pasajeros y mendigos.
A la mañana siguiente me costó encontrar a Guillem, que metido en su saco de dormir se había escondido debajo de un banco para dormir. Nos aseamos como pudimos y volvimos al centro de la ciudad. Después de desayunar en la estación central tomamos rumbo hacia la cola del avión, una parte de la ciudad que no habíamos visto la noche anterior. Llegamos hasta el monumento que la ciudad le rindió al ex presidente Juscelino Kubitschek, el político que impulsó finalmente la construcción de Brasilia (aunque la idea inicial de una gran capital data de 1823. Deshicimos nuestros pasos bajo un cielo gris hasta la antena de televisión, donde se puede subir en ascensor gratis. A 70 metros se tiene una perspectiva mejor de la ciudad, pero no suficiente como para poder observar la forma de avión que tiene. Proseguimos el larguísimo paseo hacia la cabina y llegamos hasta el palacio presidencial, llamado Alvorada, donde reside actualmente Dilma Roussef. Dista varios kilómetros del centro, y durante todo el trayecto fuimos los únicos peatones que se dirigieron allí. Un par de pájaros nos intentaron atacar al mejor estilo Hitchcok, pero conseguimos zafarnos de ellos y llegar a la residencia presidencial sin rasguños. El edificio es igual que el palacio Planalto (ejecutivo), aunque sólo se puede ver de lejos, ya que un campo de césped de más de 100 metros hace de barrera entre los turistas y el edificio. De nuevo en el centro, adonde llegamos con un bus, pudimos visitar el Congreso y el Senado gratis y también la catedral metropolitana, única en su especie.
A pesar de que Brasilia es una ciudad inabarcable a pie y de que el tiempo fue mucho peor que en otras partes de Brasil, nos gustó que mantenga un aspecto contradictorio entre moderno (¡aún!) y vintage. Además, la visita nos sirvió para descubrir que aunque la fama se la llevó Niemeyer, el arquitecto principal, el mérito de la organización urbana (y la culpa de que se necesite coche) fue de Lucio Costa. Y ya con el tiempo encima volvimos a la rodoviaria, donde subimos a un autobús que nos llevó en 18 horitas a Campo Grande, la capital de Mato Grosso do Sul.
Lo mejor de Brasilia:
Visitar una ciudad con forma de avión que fue levantada en medio de la nada en menos de 5 años.
Fotografiar numerosos edificios marca Niemeyer, tanto de día como de noche.
Es ordenada, limpia y su población bastante educada.
Tiene una buena red de autobuses y una sola pero eficiente línea de metro.
La visita al Senado y el Congreso de los Diputados es gratuita (hay una cada media hora).
También se puede subir gratis a la torre de Tv (70 metros).
Lo peor de Brasilia:
Es una ciudad pensada sólo para los coches.
No hay alojamientos para mochileros, y todos los precios están inflados.
No hay apenas oferta de restauración (y menos barata).
Es agotador visitar la ciudad a pie.
Es una ciudad sin alma ni barrios por los que callejear.
Precios de Brasilia: (1€ = 2,4 Rs)
Una noche en el único albergue juvenil de la ciudad: 45 Rs (no llegamos a ir porque está en el quinto pino).
Una pasta y un café en la estación central de metro: 1,5 Rs
Billete sencillo de metro / bus: 3 Rs / 2,5 Rs
Consigna: 7 Rs / 8 horas
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