Descansamos un día entero en la fea y arenosa ciudad de Uyuni, poblada por más perros abandonados que personas, antes de emprender el viaje al interior de Bolivia. La ruta natural hacia el norte nos llevó a comprar un billete de autobús hasta Potosí, la que otrora hubiera sido capital del mundo gracias a la riqueza que albergaba el Cerro Rico. Después de pagar precios desorbitados por billetes de autobús en Argentina y Chile me pareció una auténtica ganga que por 3 euros pudiéramos viajar cinco horas en un bus, por muy destrozado que estuviera. La parte de paisaje del recorrido Uyuni-Potosí que pude ver, pues gran parte del viaje lo pasé dormido, era preciosa. Montañas de diferentes tamaños, algunas de piedra roja y otras cubiertas de un espeso verde, contrastaban con el azul del cielo. En el autobús, que tal vez fuera nuevo en la década de los años ’70, viajábamos hasta los topes, y algunos pasajeros estuvieron todo el tiempo de pie en el pasillo. A mi lado se sentó una señora vestida con ropa tradicional, callada pero risueña, que emanaba un fuerte olor a algo que estoy seguro no era colonia. Y finalmente llegamos a Potosí, ciudad que había llegado a tener el triple de habitantes que Londres o Nueva York en su época esplendorosa, cuando los españoles esclavizaban a indios y negros en las minas del cercano Cerro Rico, una montaña llena de plata, zinc y cobre.
Como pasa en muchas otras ciudades que fueron importantes durante la colonia española, Potosí desprende la aún una esencia glamurosa de ciudad que algún día fue. Y vaya si fue. Se dice que con la plata que se ha extraído de sus ya cada vez más vacías entrañas se podría construir un puente que la uniera con Europa. Otra mirada un poco más crítica con la colonización, sin embargo, pone otro ejemplo: las personas que han dejado la vida en la mina (unos 8 millones) servirían para construir un puente paralelo al de plata que llegaría también hasta Europa, destino de los ansiados minerales que salieron de aquí. Me sorprendió que aún hoy muchos bolivianos estén resentidos con España y que pidan que les ayuden porque se sienten dejados de la mano de Dios. Si supieran que a España la aguanta Alemania…
Me quedé con Joan i Esther unos tres días en Potosí. Paseamos por sus empinadas calles y visitamos varias iglesias que se conservan perfectamente. Subimos al campanario de la iglesia de San Francisco, desde donde se obtiene una preciosa perspectiva de la ciudad y el Cerro Rico. Deambulamos por su variopinto mercado y un día nos fuimos a las cercanas termas del Ojo del Inca para tomarnos un baño caliente y embadurnarnos de barro. También visitamos la imponente Casa de la Moneda, donde se acuñaban las monedas de curso legal de la época, y tuvimos la suerte de coincidir en la calle con el Carnaval minero, un gran fiesta en la que todos los mineros de la ciudad (actualmente unos 15.000) festejan con sus compañeros de cooperativa este día tan esperado. Fue divertido ver pasar las múltiples comparsas de mineros y viudas de mineros y también comprar globos de agua y tirárnoslos con los jóvenes que mojaban a los transeúntes pistolas de agua en mano. Este día sólo tuvo un par de episodios negros: a Esther le hurtaron la cámara en una esquina tumultuosa y varias mujeres fueron violadas (como sucede cada año) aquella noche, según pudimos saber por la radio al día siguiente.
Cerro Rico, la montaña come hombres
Y fue en Potosí donde he vivido la experiencia más dura e impactante de todo el viaje: la visita a una mina en activo. Concertamos la salida en una agencia regentada por una señora parlanchina. Consiguió que nuestro guía fuera Basilio, un joven minero que protagonizó hace seis años un documental impecable titulado ‘La mina del diablo’. A las nueve de la mañana estábamos ya en la oficina, donde ya esperaban otros turistas. Nos llevaron con una furgoneta a unos bajos cerca de la entrada de la mina, a sólo diez minutos del centro de Potosí, y allí nos pusimos un mono de minero, casco y botas. Nos mostraron la coca que compran los mineros (y que ya hacía días que consumíamos para evitar el soroche, o mal de altura), la dinamita con la que abren vetas, y el alcohol de 96º que beben dentro de la mina y que también ofrecen a El Tío, el diablo que los protege en el interior de la montaña.
En el Cerro Rico operan muchas cooperativas que venden el material a multinacionales y también a empresas bolivianas. Está agujereado como un queso gruyer y lleva más de cinco siglos ofreciendo minerales a los valientes que se adentran en él. En la entrada de las bocaminas se ven a grupos de mineros charlando y mascando coca. En un ritual que dura cerca de dos horas se llenan la boca de hojas de esta planta sagrada y después de beber alcohol entran para trabajar. Pueden hacer turnos de 8 a 24 horas en los que no ingerirán más alimentos que estas hojas. Entramos a buen ritmo por un túnel que nos llevaba a la oscuridad, aunque a medida que avanzábamos el techo se hacía más bajo y las paredes más angostas. Llegamos a andar 1,5 kilómetros montaña a dentro; como para que te de un ataque de claustrofobia estando en lo más profundo. En las laberínticas galerías por las que nos llevaba Basilio nos encontramos con mineros agotados que acababan el turno y salían hacía el exterior y también a otros que entraban para empezar su jornada laboral. Conocimos a varios chavales de apenas 15 años que llevaban todo el día picando piedra, y cada vez que pasaba una vagoneta cargada de material nos teníamos que hacer a un lado en el estrecho túnel para dejarla pasar. No quiero ni pensar que nos hubiera pasado si nos llega a alcanzar una por accidente. En la parte más profunda del recorrido, donde la temperatura llegaba a casi 40 grados, presencié una escena dantesca. En grupos de tres pudimos subir a otra galería (esta mina tiene unos 18 niveles) donde en un minúsculo espacio tres hombres de torso desnudo y sudoroso descargaban vagonetas repletas de comnplejo (piedras en las que hay varios minerales). El ruido ensordecedor, la humedad y la oscuridad hicieron de este lugar una pequeña parcela del infierno. Los tres mineros, concentrados en su trabajo y con la mirada ida, apenas nos respondieron algunas preguntas. Uno llevaba la nariz tapada con algodones ennegrecidos, y por sus cuerpos bajaban ríos de sudor marrón. Tal vez cuando estos tres esclavos salgan cada día de la mina y se tomen un vino en una bodega cercana vuelvan a ser personas, pero estoy seguro que lo que yo vi allí eran animales; auténticos animales trabajando en condiciones inhumanas en pleno 2012. Me dejaron descargar una vagoneta, y a la tercera palada noté como me faltaba el aire (estar en una mina llena de polvo a más de 4.000 metros de altura no es el lugar ideal para hacer esfuerzos). En ese instante me di cuenta que yo, a pesar de mi corpulencia, no aguantaría ni una sola jornada laboral en este lugar. ¡Y eso que uno de los tres mineros lleva 30 años en esta mina!
No todos los turistas que íbamos en el grupo quisieron presenciar esta escena. Y cuando ya llevábamos más de dos horas haciendo malabarismos por túneles bajos llenos de agua y cuyas paredes estaban recubiertas de amoníaco, Basilio dijo que era hora de salir, una decisión que fue recibida con aleluyas por parte de todos. Antes de volver a ver la luz del sol un chico argentino, Joan y servidor fuimos a ver con Basilio a El Tío. Este diablo, hecho de barro y rodeado de hojas de coca y botellas de alcohol como ofrendas, está presente en todas las minas. Su origen se remonta a la época colonial. Se ve que los españoles obligaron a los primeros indígenas a estar trabajando 18 horas al día durante medio año, sin salir. Algunos cuando salían (de los que sobrevivían), se quedaban ciegos al instante. Al cabo de un tiempo hubo una rebelión en las minas, en las que nunca entraba español alguno. Y a un tal Jorge, un colonizador encargado del cerro, se le ocurrió inventarse esta figura de diablo y amenazó a los esclavos de que si no trabajaban este Dios (a los que ellos llamaban Tios por no poder pronunciar la letra d) los castigaría. Y así, con amenazas infernales absurdas, los españoles consiguieron que la mano de obra minera continuara siendo gratuita por muchos más años. En la actualidad los mineros cobran un sueldo, aunque me parece un despropósito por el tipo de trabajo que realizan. Ganan según la cantidad de material que sacan; eso quiere decir que si no ha habido suerte ese día no cobras. Y lo que ingresan oscila entre 60 y 120 bolivianos diarios (entre 6 y 12 euros). No hace falta que diga que en caso de accidente o enfermedad aquí no hay seguro que valga. Visto lo visto, como para quejarnos estamos todos los demás. Con esta traumática pero interesante experiencia pusimos punto y final a nuestra visita en Potosí.
De Potosí a Sucre, cocapital de Bolivia…
Apenas tres horas de autobús separan la olvidada e indígena Potosí con la limpia y moderna ciudad de Sucre, sede del poder judicial y antigua capital de Bolivia. Esta linda ciudad fue nuestra siguiente etapa en tierras bolivianas, y a decir verdad, sus cuidadas calles y blancas casas nos ayudó (como mínimo a mí) a olvidar la visita a la mina. En Sucre, o por lo menos en su centro histórico, se vive bastante bien. Tiene plazas ajardinadas y sus calles gozan de semáforos que funcionan y a los que se obedecen, así como un mercado central que hace las delicias de todo turista. En él se puede almorzar un plato de carne completo por apenas un euro y beber un zumo de frutas natural por 30 céntimos de euro. Además de comer, es un lugar ideal para tomar fotos y ver cómo los sucreños se proveen de carne, jabón o verduras. Está claro que al comer en estos sitios uno compra todos los boletos de lotería para tener una gastroenteritis, pero, ¿quien se puede resistir a probar una deliciosa ensalada de frutas por medio euro? ¿Y quién puede negar a ir ver en tribuna un partido de alto nivel boliviano por sólo 4 euros?
…y de Sucre a Santa Cruz, la capital económica de Bolivia
Y tras unos días en Sucre compramos otros billetes de bus, esta vez con destino a Samaipata, un pequeño pueblo a unas doce horas de Sucre y a apenas tres de Santa Cruz de la Sierra. El viaje, que empezó a las cinco de la tarde, fue infernal. La carretera hasta Samaipata era mayormente de tierra, y en algunos tramos incluso de gravilla y piedras. A pesar de que los precipicios nos hacían de compañeros de viaje y que el camino era estrecho, el conductor del autobús decidió que no había motivos suficientes para ir lento. De este modo, los adelantamientos a camiones en curva se sucedieron repetidamente, así como los frenazos cuando en medio de una quebrada nos encontrábamos de cara con un camión. Se ve que en Bolivia los conductores tienen la sana costumbre de no avisar a los pasajeros que han llegado a su destino. Eso es lo que nos pasó a nosotros. Llegamos a Samaipata sobre las cuatro de la madrugada, pero como la mayoría de los pasajeros iban a Santa Cruz, los dos conductores se olvidaron de avisarnos y amanecimos en Santa Cruz. Al llegar a la estación nos quejamos, y los conductores ponían cara de joker mientras se encogían de hombros. No entendían que estuviéramos enojados y que exigiéramos un billete de vuelta a Samaipata. Sólo abrieron la boca para decirnos que ellos no están obligados a estar pendientes de parar, y que era responsabilidad nuestra avisarles cuando cruzáramos el pueblo. Por suerte en la estación de buses hay un servicio en defensa del usuario que intermedió con la compañía y nos ofreció un pasaje de vuelta para la tarde. Así que con varias horas muertas nos fuimos al centro de Santa Cruz, una ciudad gris que no merece más de medio día de visita.
Samaipata, una sorpresa agradable
Llegamos finalmente a Samaipata, catorce horas más tarde de lo previsto. Ya era de noche y teníamos que encontrar hostal. Tuvimos la suerte de preguntar a un chaval que iba en moto si conocía algún sitio donde dormir, y resultó ser español. Nos dijo que ya había más de quince españoles viviendo en este pequeño y acogedor pueblo y que hasta Samaipata habían venido personas de otras veinte nacionalidades. Nos recomendó el hostal Andoriña, un precioso lugar regentado por un holandés y su mujer bolivian. En Samaipata visitamos una antigua población Inca enclavada en una roca y paseamos por sus tranquilas calles. Nos sorprendió ver en una misma esquina una peluquería andrajosa y un local de copas moderno digno de estar en pleno Born de Barcelona. Aprovechamos para comer barato durante tres días y descansar en cómodas camas (en Sucre me tocó dormir en un plegatín en el que me salían las piernas por abajo).
Y tras pasar tres deliciosos días en este balneario que fue Samaipata, quisimos emular al Che en su viaje boliviano, donde un 8 de octubre de 1967 lo mataron. Y para ello nos dirigimos a Vallegrande y La Higuera. Pero eso son ‘figues d’un altre paner’ y será el siguiente post.
Lo mejor de Potosí:
La ciudad y sus iglesias
La visita a la mina
El carnaval minero
Lo peor de Potosí:
La inseguridad que hay según qué horas o días del año (como cuando se celebra el carnaval)
La miseria y suciedad que hay en algunos barrios
Su altura (más de 4.000 metros)
Precios de Potosí (1€=9 Bolivianos, BOB)
Una noche en el hostal Vicuña: 40 BOB
Museo de la Moneda: 40 BOB
Visita a la mina Rosario: 60 BOB
Entrada iglesia San Francisco: 15 BOB
Bus hasta el Ojo del Inca: 4 BOB
Cenar pizza: 30 BOB
Bus de Potosí a Sucre: 15 BOB
Desayuno de plato combinado: 10 BOB
5 globos de agua (en el carnaval): 1 BOB
Lo mejor de Sucre:
Su casco antiguo
El variado y barato mercado
Vivir un partido de futbol en el estadio
Es una ciudad bastante limpia y ordenada
Lo peor de Sucre:
En algunos lugares no parece Bolivia
La cantidad de indigentes que piden limosnas
No hay ningún bar local con cerveza fría
Los rarísimos horarios de sus museos
Precios de Sucre:
Una noche en el hostal San Marcos: 35 BOB
Un zumo natural: 3 BOB
Una rosquilla en la calle: 1 BOB
Entrada de tribuna para ver partido futbol de primera división: 40 BOB
Palomitas en el estadio: 1 BOB
Bus de Sucre a Samaipata: 50 BOB
Lo mejor de Samaipata:
La tranquilidad y seguridad
Los bares de comidas caseras
Lo peor de Samaipata:
Hay varios lugares sólo para guiris
A parte del fuerte no tiene muchos más atractivos
Precios de Samaipata:
Lavar 1 kg de ropa: 30 BOB
Cena o comida en restaurante local: 12 BOB
1 hora de internet: 8 BOB
Entrada al fuerte: 50 BOB
Una noche en el hostal Andoriña: 40 BOB
Documental imprescindible:
El minero del diablo
Fragmento en youtube
Audio: Música andina
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